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hombrecitos

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Pero un defecto del chico disgustaba a los dueños de la casa Plumfield;

aunque entendían que tal defecto era hijo del miedo y de la ignorancia. Nat

mentía con alguna frecuencia. No eran sus mentirillas muy negras; eran grises

o blancas, pero, al fin, mentiras.

—Conviene que tengas cuidado y contengas tu lengua, tus ojos y tus

manos, porque es muy fácil decir, mirar y hacer falsedades —le dijo papá

Bhaer a Nat.

—Ya lo sé y procuro hacerlo, pero cuando se miente una vez cuesta trabajo

no seguir mintiendo. Antes yo mentía por miedo a que me pegasen mi padre y

Nicolás; ahora suelo decir tal o cual embuste para evitar que los niños se 1 rían

de mí. Ya sé que esto es malo, pero se me olvida.

—Siendo yo pequeño, tuve la fea costumbre de mentir. ¡Había que verlos

embustes tan gordos que inventaba!... Mi abuela me curó... ¿Cómo dirás que

me curó?... Mis padres me regañaban y me castigaban inútilmente, pero en

seguida me olvidaba de sus advertencias como tú te olvidas de las mías.

Entonces me dijo mi querida abuelita: "Voy a ayudarte a que lo recuerdes y a

que trates de corregir ese hábito incorregible". Y, así diciendo, me hizo sacar la

lengua y me obligó a quedarme en esa incómoda posición durante más de diez

minutos. Esto, como ya supondrás, fue terrible, pero beneficiosísimo, porque

tuve dolorida la lengua durante muchas horas y forzosamente hablaba con

lentitud tal que me permitía pensar las palabras antes de pronunciarlas.

Después seguí cuidadoso en el hablar, por miedo a tener que andar con la

lengua afuera. La abuelita se mostró siempre cariñosísima conmigo, y cuando

murió, me pidió que amase siempre a Dios y dijese siempre la verdad.

—Yo no tengo abuelita, pero si cree que con ello me corregiré, se

equivoca; prefiero andar con la lengua afuera —dijo heroicamente Nat, que,

aun cuando temía el dolor, deseaba dejar de ser embustero.

—Tengo un procedimiento mejor que ése, ya lo ensayé una vez con buen

resultado. Verás, cuando mientas, en vez de castigarte yo, me castigarás tú a

mí.

—¿Cómo?—exclamó Nat admiradísimo.

—Tú me darás palmetazos, procedimiento que nunca uso; pero te servirá

para recordar mejor, ocasionándome un dolor que tú mismo sentirás.

—¿Darle yo palmetazos?... ¡No es posible!

—Pues entonces hazte cuenta que te han obligado a estar con la lengua

afuera. No deseo que me hagan daño, pero sufriré gustoso el dolor con tal de

quitarte ese defecto.

Esta advertencia impresionó a Nat, y durante mucho tiempo habló poco y

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