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hombrecitos

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—gritó Daisy, retorciéndose con desesperación las no muy limpias manos, al

ver dos objetos negros en lugar de los dorados con que pensó regalarse.

—No llores, hija mía; yo he tenido la culpa, pues era deber mío ordenarte

que sacaras los pasteles del horno; pero no te aflijas; ya haremos otros,

después que comamos.

Chirriaron las costillas en la parrilla, y este incidente bastó para distraer y

consolar a la atribulada aprendiza del arte de Brillat-Savarin.

—Pon las costillas en un plato, y déjalas al calor, mientras aderezas las

verduras con manteca, sal y pimienta.

La vista del "pícaro" tarro de pimienta acabó de calmar la pena de Sally.

Momentos después, la comida se hallaba servida en la mesa; las seis muñecas

fueron colocadas tres a cada lado; Teddy ocupó una de las cabeceras, y Daisy

se instaló en la otra. El espectáculo era graciosísimo. Una muñeca estaba

vestida con un lujoso traje de baile, y otra se hallaba en camisa; Terry, el

muñeco de madera, ostentaba un traje rojo, de punto inglés, y Annabella, la

muñeca desnarigada lucía impúdicamente su desnudez. Teddy, actuando de

cabeza de familia, devoró todo lo que le ofrecieron, sin encontrar defectos a

nada. Daisy servía los platos y cuidaba de todo, como una señora que sabe

atender a sus invitados.

—En mi vida he hecho un almuerzo tan rico como el de hoy. ¿No podría

hacerlo todos los días? —preguntó Daisy, comiéndose las migajas esparcidas

en el mantel.

—Después de darlas lecciones, podrás guisar todos los días, pero preferiré

que comas lo que cocines a la hora en que todos comemos, y que a la hora del

té no dejes las galletas. Hoy, por ser el primer día, no importa romper con la

costumbre. Esta tarde puedes preparar algo para tomar con el té—respondió

mamá Bhaer, que disfrutara viendo a la niña, aun cuando no recibió invitación

para participar de la comida.

—Quisiera hacer frutas de sartén para mi hermano, porque es

aficionadísimo a ese dulce, y es muy lindo darles vuelta en el aceite y

espolvorearlas con azúcar —insinuó Daisy.

—Pero si obsequias a tu hermano, los demás niños querrán su parte, y no

habrá para todos.

—¿No podría ser sólo, por esta vez, mi hermano, y luego, si los demás son

buenos, yo les haría frutas de sartén?...

—¡Muy bien pensado! Haremos que tus comidas sean premios para los

niños buenos y ya sé de algunos que las estimarán muchísimo. Si los

hombrecitos son como los hombres, confío en que mi cocinera hará milagros

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