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Descargar libro - Centro Cultural Pablo de la Torriente Brau

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–Disculpa que no te haya saludado, venía entretenido, tú sabes,<br />

pensando –agregué.<br />

–Sí, a mí me suce<strong>de</strong> lo mismo –dijo el<strong>la</strong> y aprecié un rictus<br />

algo enigmático en sus gruesos <strong>la</strong>bios, quizás motivado por <strong>la</strong><br />

nostalgia <strong>de</strong> <strong>la</strong> <strong>de</strong>spedida. Su blusa <strong>de</strong> fondo b<strong>la</strong>nco y estampada<br />

en colores vivos, tenía un botón sin abrochar y pu<strong>de</strong> captar en<br />

el triángulo <strong>de</strong>l escote sus senos.<br />

–¿Cómo te l<strong>la</strong>mas?<br />

–Caridad Hernán<strong>de</strong>z, pero me dicen Cary. ¿Y tú?<br />

–Gabriel Suárez, antes me <strong>de</strong>cían Pipo, y <strong>de</strong>s<strong>de</strong> que cumplí<br />

los quince años exigí que nadie me l<strong>la</strong>mara así… –comencé a<br />

explicarle, mas no pu<strong>de</strong> terminar <strong>la</strong> i<strong>de</strong>a, pues <strong>de</strong> sus ojos brotó<br />

una cascada <strong>de</strong> l<strong>la</strong>nto y con <strong>la</strong> voz entrecortada susurró:<br />

–Nunca me he separado <strong>de</strong> mis padres y hermanos y no sé si<br />

podré vivir tantos meses lejos <strong>de</strong> ellos.<br />

–Alégrate, en algún momento <strong>de</strong>bíamos <strong>de</strong>stetarnos <strong>de</strong> <strong>la</strong><br />

familia –le sonreí y, al unísono, volvió a martil<strong>la</strong>rme <strong>la</strong> inquietud<br />

que se movía en mi cerebro hacía varios días: ¿Seré capaz<br />

<strong>de</strong> resistir tanto tiempo, lejos <strong>de</strong> <strong>la</strong> familia y los amigos y sin <strong>la</strong>s<br />

comodida<strong>de</strong>s <strong>de</strong> mi hogar?<br />

–¿No tienes miedo? –preguntó Cary, enjugándose <strong>la</strong>s lágrimas<br />

que poco a poco <strong>de</strong>jaban <strong>de</strong> salir <strong>de</strong> sus ojos, matizados por sendas<br />

pestañas <strong>la</strong>rgas y un raro color entre ver<strong>de</strong> y azul, según se<br />

reflejaban en ellos <strong>la</strong>s luces <strong>de</strong> los pocos vehículos que circu<strong>la</strong>ban<br />

por <strong>la</strong> ciudad yumurina.<br />

–¡No! –respondí con teatral énfasis, para sentirme más seguro–.<br />

Qué va, estoy contento <strong>de</strong> <strong>de</strong>mostrar que soy un hombre y<br />

<strong>de</strong> po<strong>de</strong>r hacer algo importante para ayudar a <strong>la</strong> Revolución; el<br />

sacrificio nuestro no es nada en comparación con el que hicieron<br />

los barbudos, ellos sí se <strong>la</strong> jugaron a <strong>la</strong> ruleta rusa.<br />

La rubia parecía que no me escuchaba, seguía pensativa, su<br />

mente copada por algo que le mordía el corazón, hasta que se<br />

exp<strong>la</strong>yó: «Mi problema es más difícil, hace ocho días asesinaron<br />

a mi padrastro y tuve que <strong>de</strong>jar so<strong>la</strong> a mi madre», dijo mi-rando<br />

el infinito que se perdía en lontananza, <strong>de</strong>tuvo sus pa<strong>la</strong>bras,<br />

volvió a llorar sin consuelo, y <strong>la</strong> <strong>de</strong>jé <strong>de</strong>sahogarse hasta que pudo<br />

concluir <strong>de</strong> una vez.<br />

–Lo peor es que nadie sabe quién lo mató ni por qué. ¡Horrible,<br />

horrible! –repitió con ta<strong>la</strong>nte dramático y perdió aun más <strong>la</strong><br />

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