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VLADIMIR NABOKOV Habla, memoria - Fieras, alimañas y sabandijas

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oscuro, eran eliminadas, y sólo conservaba las más tiernas. Durante un momento, antes de que se las<br />

llevara envueltas en un pañuelo algún criado que las arrojaría en un lugar acerca del cual nada sabía<br />

ella, y para ser condenadas a un destino que no le interesaba, se quedaba un momento admirándolas<br />

con tranquila satisfacción. Tal como solía ocurrir al final de los días lluviosos, el sol proyectaba un<br />

espectral resplandor antes de ponerse, y allí, en la redonda mesa mojada, permanecían sus setas,<br />

pródigas en color, algunas con rastros de vegetación extraña: una hoja de hierba pegada a un viscoso<br />

sombrero color cervato, o un poco de musgo arropando todavía la bulbosa base de un pie salpicado de<br />

motas oscuras. Y también aparecía alguna diminuta oruga anillada que iba midiendo, como la mano de<br />

un niño, el borde de la mesa, y que de vez en cuando se estiraba hacia arriba tratando, en vano, de<br />

encaramarse al arbusto del que había sido desalojada.<br />

4<br />

No solamente se abstenía mi madre de visitar la cocina y la zona del servicio, sino que ambas<br />

permanecían tan alejadas de su conciencia como si se tratase de los cuartos correspondientes de un<br />

hotel. Mi padre también carecía de toda propensión a llevar la casa. Pero se encargaba de los menús.<br />

Soltando un suspirillo, abría una suerte de álbum que le ponía delante el mayordomo una vez concluido<br />

el postre de la cena, y anotaba con su elegante y fluida caligrafía los platos que comeríamos al día<br />

siguiente. Tenía la curiosa costumbre de hacer vibrar el lápiz o la estilográfica justo encima del papel<br />

mientras reflexionaba sobre cuál sería la siguiente serie de palabras. Mi madre asentía con un vago<br />

gesto o bien torcía el gesto a las sugerencias que él iba haciendo. Nominalmente, la dirección de la casa<br />

estaba en manos de la que fuera la niñera de mi madre, que para entonces era una legañosa anciana<br />

increíblemente arrugada (había nacido esclava alrededor de 1830), con un rostro pequeño como el de<br />

una tortuga melancólica, y grandes pies que siempre arrastraba al andar. Solía vestirse con un monjil<br />

vestido pardo y desprendía un leve pero inolvidable olor a café y pudrición. Su temida felicitación en el<br />

día de nuestro santo y nuestro cumpleaños era el beso de servidumbre en el hombro. Con los años<br />

había adquirido una tacañería patológica, sobre todo en relación con el azúcar y las conservas, de modo<br />

que gradualmente, y con la sanción de mis padres, habían empezado a introducirse nuevas<br />

disposiciones domésticas que a ella se le ocultaban. Sin enterarse de nada (saberlo le hubiera<br />

destrozado el corazón), seguía colgando, por así decirlo, de su llavero, mientras mi madre hacía cuanto<br />

estaba en su mano por aplacar con palabras consoladoras los recelos que de vez en cuando aleteaban<br />

en el cada vez más débil cerebro de la vieja. Única señora de su enmohecido y remoto reino, que ella<br />

creía que era el real (de haber sido así nos hubiese matado de hambre), su figura era seguida por las<br />

miradas burlonas de los lacayos y doncellas cuando se arrastraba por los largos pasillos para guardar<br />

lejos del alcance de los demás media manzana o un par de partidas galletas Petit-Beurre que acababa<br />

de encontrar en un plato.<br />

Entre tanto, con un personal permanente de unos cincuenta criados y sin que nadie se atreviese a<br />

criticarlo, tanto nuestra casa urbana como la campestre eran escenario de fantásticos torbellinos de<br />

latrocinio. Según nuestras fisgonas y ancianas tías, a las que nadie hacía caso pero que al final<br />

resultaron estar cargadas de razón, los principales cerebros de esta actividad eran el cocinero jefe,<br />

Nikolay Andreevich y el jardinero jefe, Egor, dos hombres de aspecto muy serio, con gafas, y las sienes<br />

encanecidas propias de los criados fieles. Enfrentado a ciertas facturas fabulosas e incomprensibles, o al<br />

repentino agotamiento de los fresales del jardín o de los melocotones del invernadero, mi padre, que era<br />

jurista y estadista, se sentía profesionalmente vejado al ver que era incapaz de controlar la economía de<br />

su propia casa; pero cada vez que salía a la luz algún complicado caso de robos de menor cuantía,<br />

ciertas dudas legales o ciertos escrúpulos le impedían obrar en consecuencia. Cuando el sentido común<br />

exigía el despido de algún pícaro criado, el hijito de quienfuera caía víctima de esta o aquella terrible<br />

enfermedad, y todas las demás consideraciones quedaban suspendidas ante la necesidad de conseguir<br />

que fuese atendido por los mejores médicos de la ciudad. Así, de una forma u otra, mi padre prefería<br />

dejar la marcha de la casa en un estado de precario equilibrio (que no carecía de cierto callado humor),<br />

mientras mi madre se consolaba pensando que mientras las cosas siguieran así nadie destruiría el<br />

mundo ilusorio de su vieja niñera.<br />

Mi madre sabía muy bien lo doloroso que podía resultar el desvanecimiento de una ilusión. La más<br />

ridícula decepción adquiría para ella las dimensiones de un tremendo desastre. Una Nochebuena, en<br />

Vyra, poco antes de que naciera su cuarto bebé, se vio obligada a guardar cama debido a una<br />

indisposición sin importancia, e hizo que mi hermano y yo (que teníamos, respectivamente, cinco y seis

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