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VLADIMIR NABOKOV Habla, memoria - Fieras, alimañas y sabandijas

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conseguía desplazarme a Praga sentía esa punzada de advertencia, levemente anticipada y que te pilla<br />

de sorpresa, adoptando de nuevo su conocida máscara. En el triste alojamiento que compartía con su<br />

más querida compañera, Eugenia Konstantinovna Hofeld (1884-1957), que, en 1914, había sustituido a<br />

Miss Greenwood (la cual, a su vez, había sustituido a Miss Lavington) como institutriz de mis dos<br />

hermanas (Olga, nacida el 5 de enero de 1903, y Elena, nacida el 31 de marzo de 1906), solía tener<br />

esparcidos a su alrededor, sobre restos de decrépitos muebles de segunda mano, álbumes en los que,<br />

durante los últimos años, había copiado sus poemas preferidos, desde Mavkov hasta Mayakovski. Un<br />

vaciado de la mano de mi padre y una acuarela de su tumba en el cementerio ortodoxo griego de Tegel,<br />

que actualmente forma parte de Berlín Oriental, compartían los anaqueles con libros de escritores<br />

emigrados, tan propensos a la desintegración por culpa de sus baratas encuademaciones de papel. Una<br />

caja de jabón cubierta por una tela verde era el soporte de la serie de pequeñas y borrosas fotografías<br />

que gustaba tener cerca de su sofá. En realidad no las necesitaba, porque nada se había perdido. Del<br />

mismo modo que una compañía teatral que sale de gira lleva consigo a todas partes, mientras todavía<br />

recuerda el texto, un cerro ventoso, un castillo entre neblina y una isla encantada, también ella llevaba<br />

consigo todo lo que su alma había atesorado. Con gran claridad, puedo verla sentada a la mesa,<br />

estudiando serenamente las cartas de un solitario: se apoya en el codo izquierdo y presiona contra la<br />

mejilla el pulgar que le queda libre en la mano izquierda, que también sostiene, cerca de sus labios, un<br />

pitillo, mientras la mano derecha se adelanta a buscar el siguiente naipe. El doble brillo que aparece en<br />

el dedo anular corresponde a dos anillos de matrimonio, el suyo y el de mi padre, que, como es<br />

demasiado grande para ella, ha sido unido a su propio anillo con un poco de hilo negro.<br />

Cada vez que los veo en mis sueños, los muertos parecen silenciosos, preocupados, extrañamente<br />

deprimidos, muy diferentes a su querida y alegre forma de ser. Los encuentro, sin el menor asombro, en<br />

lugares que jamás visitaron durante su vida terrena, en casa de algún amigo mío al que nunca llegaron a<br />

conocer. Se sientan aparte, mirando ceñudos al suelo, como si la muerte fuese una oscura mancha, un<br />

vergonzoso secreto de familia. No es desde luego entonces —no es en los sueños— sino en plena<br />

vigilia, en momentos de robusta alegría y de triunfo, en la más elevada terraza de la conciencia, cuando<br />

la mortalidad aprovecha la ocasión para mirar más allá de sus propios límites, desde el mástil, desde el<br />

pasado y el torreón de su castillo. Y aunque apenas puede vislumbrarse nada por entre la niebla, tengo<br />

en cierto sentido la bendita sensación de que miro hacia donde debo mirar.<br />

CAPITULO TERCERO<br />

1<br />

Los blasonistas inexpertos recuerdan a esos viajeros medievales que regresan de Oriente cargados de<br />

fantasías faunísticas más influidas por el bestiario que ya poseían antes de partir que por la exploración<br />

zoológica directa. Así, en la primera versión de este capítulo, al describir el escudo de armas de los<br />

Nabokov (descuidadamente vislumbrado entre algunas chucherías familiares varios años atrás),<br />

conseguí de algún modo transformarlo en una extraña composición en la que dos osos posaban<br />

sosteniendo entre ambos un gran tablero de ajedrez. Ahora he vuelto a mirar ese blasón, y me he<br />

decepcionado al comprobar que no hay más que un par de leones —parduscos y, quizá, más lanudos de<br />

la cuenta, pero nada osunos en realidad— relamiéndose el hocico, rampantes, reguardantes, mostrando<br />

con arrogancia un escudo que no es más que la decimosexta parte de un damero, de colores alternados,<br />

azures y gules, con una cruz botonée de plata en cada rectángulo. Encima de él asoman los restos del<br />

desgraciado caballero: su duro yelmo y su incomestible gorjal, así como un valiente brazo que sale<br />

desde detrás de un adorno foliado, gules y azur, y que todavía blande una corta espada. Za hrabrost',<br />

«por valor», dice la leyenda.<br />

Según Vladimir Viktorovich Golubtsov, primo hermano de mi padre y aficionado a las antigüedades<br />

rusas, al que consulté en 1930, el fundador de nuestra familia fue Nabok Murza (floruit 1380), un<br />

rusificado príncipe tártaro de Muscovy. Mi propio primo hermano, Sergey Sergeevich Nabokov, experto<br />

en genealogía, me informa que durante el siglo XV nuestros antepasados poseían terrenos en el<br />

principado de Moscú. Me remitió a un documento (publicado por Yushkov en Actas de los siglos XIII-<br />

XVIII, Moscú, 1899) relativo a una disputa rural que, en 1494, bajo el reinado de Iván III, enfrentó al señor<br />

Kulyakin con sus vecinos, Evdokim y Vías, hijos de Luka Nabokov. Durante los siglos siguientes los<br />

Nabokov fueron funcionarios y militares. Mi tatarabuelo, el general Alexandr Ivanovich Nabokov (1749-<br />

1807), fue, en el reinado de Pablo I, jefe del regimiento de la guarnición de Novgorod que en los

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