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VLADIMIR NABOKOV Habla, memoria - Fieras, alimañas y sabandijas

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por ejemplo, aquel enterramiento hasta la barbilla en la tórrida arena del desierto de un infeliz de ojos<br />

desorbitados, que vi en la portada de un libro de Mayne Reid.<br />

4<br />

Tío Ruka llevó al parecer una vida ociosa y curiosamente caótica. Su carrera diplomática era muy poco<br />

clara. Se enorgullecía, sin embargo, de ser un experto en la descodificación de mensajes cifrados en<br />

cualquiera de los cinco idiomas que conocía. Un día le sometimos a una prueba, y en un abrir y cerrar de<br />

ojos transformó la frase «5.13 24.11 13.16 9.13.5 5.13 24.11» en los primeros versos de un famoso<br />

monólogo de Shakespeare.<br />

Vestido con una chaqueta rosa, cabalgaba tras los lebreles en Inglaterra o Italia; envuelto en un abrigo<br />

de piel, intentó hacer en coche el recorrido de San Petersburgo a Pau; cubiertos los hombros por una<br />

capa de las de ir a la ópera, estuvo a punto de perder la vida en un accidente de aviación ocurrido en una<br />

playa cerca de Bayona. (Cuando le pregunté cómo se lo había tomado el piloto del destrozado Voisin, tío<br />

Ruka se lo pensó un momento y luego contestó con absoluto aplomo: «II sanglotait assis sur un rocher.»)<br />

Cantaba barcarolas y tonadillas de moda («Ils se regardent tous deux, en se mangeant les yeux...» «Elle<br />

est morte en Février, pauvre Colinette!...» «Le soleil rayonnait encore, j'ai voulu revoir les grands bois...»,<br />

y decenas más). También escribía música, de tipo dulzón y sentimental, y versos en francés, que<br />

curiosamente se podían medir como yámbicos ingleses o rusos, y caracterizados por su principesco<br />

desdén por las facilidades que ofrece la e muda. Era un extraordinario jugador de poker.<br />

Como tartamudeaba y le costaba pronunciar las labiales, le cambió el nombre a su cochero, que de<br />

llamarse Pyotr pasó a ser Lev; y mi padre (que siempre le trataba con cierta mordacidad) le acusó de<br />

tener mentalidad de esclavista. Aparte de esto, su forma de hablar era una quisquillosa combinación de<br />

francés, inglés e italiano, idiomas que hablaba infinitamente mejor que su lengua materna. Cuando<br />

recurría al ruso, siempre cometía equivocaciones, o bien canturreaba alguna expresión especialmente<br />

castiza o incluso folklórica, como aquellas veces que en la mesa, soltando un tremendo suspiro (porque<br />

siempre tenía motivos de queja: un ataque de fiebre del heno, la muerte de un pavo real, la pérdida de un<br />

borzoi):<br />

—Je suis triste et seul comme une bylinka v pole [tan triste y solitario como una «hoja de hierba en un<br />

campo»].<br />

Siempre repetía que padecía una afección cardíaca incurable y que, cuando tenía los ataques, sólo<br />

conseguía cierto alivio tendiéndose en el suelo. Nadie le tomaba en serio, y después de que muriese de<br />

una angina de pecho, encontrándose solo, en París, a finales de 1916, y con cuarenta y cinco años de<br />

edad, todos recordamos con una especial punzada de dolor aquellos incidentes que solían producirse en<br />

el salón, después de comer, cuando el criado entraba desprevenido con el café turco, mi padre miraba<br />

(con burlona resignación) a mi madre, y luego (con desaprobación) a su cuñado, que yacía tendido con<br />

las piernas y los brazos abiertos en mitad del camino del criado, y después (con curiosidad) a la graciosa<br />

vibración que estremecía el servicio de café que sostenía en la bandeja el criado con sus manos<br />

enguantadas.<br />

De otros y más extraños tormentos que le asediaron en el curso de su breve vida, buscó alivio —si es<br />

que entiendo correctamente estos asuntos— en la religión, primero en ciertos ramales sectarios de<br />

origen ruso, y al final en la iglesia católica. La suya era una de esas pintorescas neurosis que suelen ir<br />

acompañadas de la genialidad, pero no en su caso, y de ahí su búsqueda de una sombra viajera.<br />

Durante su juventud fue objeto de una intensa antipatía por parte de su padre, aristócrata campestre de<br />

la vieja escuela (cacerías de osos, un teatro particular, unos pocos cuadros de viejos maestros rodeados<br />

de un buen montón de porquerías), cuyo incontrolable mal carácter llegó a constituir, según los rumores,<br />

una auténtica amenaza para la vida del muchacho. Mi madre me habló más adelante de la tensión que<br />

se vivió en la Vyra de su adolescencia, de lo atroces que fueron las escenas que se desarrollaban en el<br />

despacho de Ivan Vasilievich, una sombría habitación de una esquina de la casa que daba a un viejo<br />

pozo con una herrumbrosa rueda de bombeo bajo cinco chopos lombardos. Nadie, aparte de mí, utilizó<br />

esa habitación. Yo guardaba mis libros y mis tablas de secado en sus negros estantes, y posteriormente<br />

induje a mi madre a que trasladara parte de los muebles de ese cuarto a mi pequeño y soleado estudio<br />

del lado del jardín, y hasta allí llegó tambaleante, una mañana, aquel tremendo escritorio, sobre cuyo<br />

forro de cuero negro no había más que un enorme abrecartas curvado, una auténtica cimitarra de marfil<br />

amarillo hecha con el colmillo de un mamut.

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