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VLADIMIR NABOKOV Habla, memoria - Fieras, alimañas y sabandijas

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en un estante, un sarcófago y un órgano, las claraboyas y las galerías superiores, la coloreada penumbra<br />

de sus misteriosas habitaciones, y claveles y crucifijos por todas partes.<br />

3<br />

De joven, Carl Heinrich Graun tuvo una bella voz de tenor—, una noche en la que tenía que cantar una<br />

ópera escrita por Schurmann, maestro de capilla de Brunswick, le resultaron tan fastidiosas algunas de<br />

las arias que las cambió por otras compuestas por él mismo. Aquí siento la conmoción del más<br />

alborozado parentesco; sin embargo prefiero a otros dos antepasados míos, al joven explorador que ya<br />

he mencionado, y al gran patólogo, abuelo materno de mi madre, Nikolay Illarionovich Kozlov (1814-<br />

1889), primer presidente de la Academia Imperial Rusa de Medicina y autor de artículos tales como «Del<br />

desarrollo de la idea de enfermedad», o «Coartación del foramen yugular en los dementes». Este<br />

momento me parece adecuado para mencionar de paso mis propios artículos científicos, y en especial<br />

mis tres preferidos: «Notas sobre las Plebejinae neotropicales» (Psyche, Vol. 52. Nos. 1-2 y 3-4, 1945),<br />

«Una nueva especie de Cyclargus Nabokov» (The Entomologist, diciembre de 1948) y «Los individuos<br />

neárticos del genus Lycaeides Hübner» (Bulletin Mus. Comp. Zool., Harvard Coll., 1949), año a partir del<br />

cual me resultó físicamente imposible seguir alternando la investigación científica con las conferencias,<br />

las belles lettres, y Lolita (porque ya estaba en camino: un parto doloroso, un bebé difícil).<br />

El blasón Rukavishnikov es más modesto, pero también menos convencional que el de los Nabokov. El<br />

escudo de armas es una versión estilizada de un domna (primitivo alto horno), alusión, sin duda, a la<br />

función de los minerales de los Urales que fueron descubiertos por mis aventureros antepasados. Deseo<br />

señalar que estos Rukavishnikov —pioneros de Siberia, buscadores de oro e ingenieros de minas— no<br />

estaban emparentados, como han dado descuidadamente por supuesto algunos biógrafos, con los no<br />

menos ricos comerciantes moscovitas de la época. Mis Rukavishnikov pertenecían (desde el siglo XVIII)<br />

a la aristocracia terrateniente de la provincia de Kazan. Sus minas estaban situadas en Alopaevsk, cerca<br />

de Nizhni-Tagilsk, provincia de Perm, en el lado siberiano de los Urales. Mi padre viajó dos veces allí en<br />

el antiguo Express Siberiano, un bello tren perteneciente a la familia Nord-Express, y que yo tenía<br />

intención de utilizar muy pronto para un viaje no tan mineralógico como entomológico; pero este proyecto<br />

chocó con la interferencia de la revolución.<br />

Mi madre, Elena Ivanovna (29 de agosto de 1876-2 de mayo de 1939), era hija de Ivan Vasilievich<br />

Rukavishnikov (1841-1901), terrateniente, juez de paz y filántropo, hijo de un industrial millonario, y de<br />

Olga Nikolaevna (1845-1901), hija del doctor Kozlov. Tanto el padre como la madre de mi madre<br />

murieron de cáncer en el curso del mismo año, él en marzo y ella en junio. De los siete hermanos que<br />

tuvo, cinco murieron de pequeños, y de sus dos hermanos mayores Vladimir murió a los dieciséis años<br />

en Davos, en la década de los ochenta del siglo pasado, y Vassiliy en París, en 1916. Ivan<br />

Rukavishnikov tenía muy mal carácter, y mi madre le temía. Durante mi infancia lo único que conocí de él<br />

fueron sus retratos (su barba, la cadena de magistrado que colgaba de su cuello) así como los atributos<br />

de su principal pasatiempo, tales como patos de señuelo y cabezas de alce. Un par de osos<br />

especialmente grandes que habían sido cazados por él estaban colocados en pie, con las garras<br />

delanteras temiblemente alzadas, junto a la barandilla de hierro del vestíbulo de nuestra casa de campo.<br />

Todos los veranos medía yo mi estatura según fuera mi capacidad de alcanzar sus fascinantes garras,<br />

primero la de la más baja de las patas delanteras, y después la de la más alta. Sus barrigas me<br />

parecieron decepcionantemente duras cuando decidí hundir los dedos (acostumbrados a palpar perros<br />

vivos o animales de juguete) en su áspero pelo pardo. De vez en cuando sacaban esos osos a un rincón<br />

del jardín para sacudirlos y airearlos exhaustivamente, y la pobre Mademoiselle, que llegaba del parque,<br />

soltaba un grito de alarma al vislumbrar aquellas dos fieras salvajes aguardándola a la móvil sombra de<br />

los árboles. A mi padre no le interesaba en absoluto la caza, y en esto difería profundamente de su<br />

hermano Sergey, que era un apasionado deportista que a partir de 1908 fue Montero Mayor de Su<br />

Majestad el Zar.<br />

Uno de los más felices recuerdos adolescentes de mi madre fue el del viaje que hizo un verano con su<br />

tía Praskovia a la península de Crimea, donde su abuelo paterno tenía una finca cerca de Feodosia. Su<br />

tía y ella salieron a dar un paseo con él y con otro anciano caballero, Ayvazovski, el conocido pintor de<br />

marinas. Mi madre recordaba que el pintor dijo (tal como había sin duda dicho en otras muchas<br />

ocasiones) que en 1836, durante una exposición de pintura en San Petersburgo, vio a Pushkin, «un feo<br />

tipejo bajito con una esposa alta y guapa». Eso ocurrió más de medio siglo antes, cuando Ayvazovski era<br />

estudiante de bellas artes, y menos de un año antes de la muerte de Pushkin. Mi madre recordaba

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