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VLADIMIR NABOKOV Habla, memoria - Fieras, alimañas y sabandijas

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compensaba las limitaciones de su talento. Llevaba siempre un úlster, a no ser que hiciera un tiempo<br />

muy benigno, y entonces lo cambiaba por esos abrigos de lana pardo-verdosa conocidos con el nombre<br />

de loden.<br />

A mí me cautivaba su manera de utilizar la goma especial de borrar que llevaba en el bolsillo del<br />

chaleco, su forma de tensar la página con una mano, y su modo de sacudir luego, con el dorso de los<br />

dedos, lo que él llamaba «las gutículas de la percha». Silenciosa y tristemente, ilustraba con ejemplos las<br />

leyes marmóreas de la perspectiva: largos y rectos trazos de su lápiz, sostenido con elegancia y de<br />

punta increíblemente afilada, hacían que las líneas de la habitación que él creaba de la nada (paredes<br />

abstractas, el techo y el piso empequeñeciéndose con la distancia) se unieran en un remoto punto<br />

hipotético con atormentadora y estéril precisión. Atormentadora porque me recordaba las vías del<br />

ferrocarril, simétrica y engañosamente convergentes ante los enrojecidos ojos de mi máscara favorita, un<br />

mugriento maquinista; y estéril porque esa habitación permanecía sin amueblar y completamente vacía,<br />

desprovista incluso de las neutras estatuas que suelen encontrarse en el vestíbulo de los museos.<br />

El resto de la galería compensaba el carácter severo de este vestíbulo. Mr. Cummings era un maestro<br />

del ocaso. Sus pequeñas acuarelas, adquiridas en diferentes momentos a cinco o diez rublos cada una<br />

por diversos miembros de la familia, llevaban una existencia bastante precaria dado que iban alejándose<br />

hacia rincones cada vez más oscuros hasta quedar por fin completamente eclipsadas por alguna<br />

elegante fiera de porcelana o una fotografía enmarcada. Después de haberme enseñado no solamente a<br />

dibujar cubos y conos sino también a dar sombra con suaves y oblicuas líneas convergentes a aquellas<br />

de sus partes que debían quedar eternamente de espaldas a mí, el amable y anciano caballero se<br />

divertía pintando ante mis ojos hechizados sus húmedos paraísos: un anochecer de verano con un cielo<br />

anaranjado, un pastizal que terminaba en la franja negra de un lejano bosque, y un río luminoso que<br />

repetía el cielo y se alejaba infinitamente, serpenteando cada vez más lejos.<br />

Posteriormente, de 1910 a 1912, más o menos, ocupó su lugar el conocido «impresionista» (término de<br />

la época) Yaremich; un tipo carente de humor y educación, partidario del estilo «osado» a base de<br />

chafarrinadas de colores diluidos y pinceladas sepia y pardo oliváceo, por medio de las cuales tenía yo<br />

que reproducir en enormes hojas de papel gris formas humanoides que modelábamos en plastelina y<br />

colocábamos en actitudes teatrales contra un fondo de terciopelo con multitud de pliegues y efectos de<br />

sombra. Era una deprimente combinación de, como mínimo, tres artes diferentes, todas ellas imprecisas,<br />

y al final me rebelé.<br />

Le sustituyó el famoso Dobuzhinski, al que le gustaba darme sus clases sobre la superficie del piano<br />

nobile que había en una de las bonitas salas de la planta baja, y en la que él entraba con un paso<br />

particularmente insonoro, como si temiera despertarme del estupor en que me sumía durante los ratos<br />

en que escribía mis versos. Me hacía representar de <strong>memoria</strong>, y con todo el detalle que me fuera<br />

posible, objetos que sin duda había visto yo mil veces sin haberlos visualizado adecuadamente: una<br />

farola, un buzón de correos, el dibujo de tulipanes del cristal emplomado de la puerta de la calle. Quiso<br />

enseñarme a encontrar las ocultas coordinaciones geométricas existentes entre las delgadas ramas de<br />

los árboles deshojados de los bulevares, un sistema de vanados toma y daca visuales que exigían una<br />

gran exactitud en la expresión lineal que no llegué a alcanzar en mi adolescencia, pero que apliqué de<br />

forma agradecida en mi fase adulta, no sólo para dibujar los genitales de las mariposas durante los siete<br />

años que pasé en el Museo de Zoología Comparada de Harvard, cuando me sumergía en el luminoso<br />

pozo de los microscopios para registrar con tinta china tal o cual estructura nueva; sino también, quizá,<br />

para ciertas aplicaciones de la cámara lúcida que he utilizado en la composición literaria.<br />

Sentimentalmente, sin embargo, siento una deuda mayor incluso para con los ejercicios de color<br />

realizados anteriormente con mi madre y su ex maestro. Con qué alegría se sentaba Mr. Cummings en<br />

un taburete, retiraba con las dos manos hacia atrás las colas de su —¿qué? ¿llevaba levita? Sólo veo el<br />

ademán— y procedía a la apertura de la negra caja metálica de pinturas. Me gustaba la agilidad con que<br />

empapaba su pincel en los diversos colores, con el acompañamiento del rápido entrechocar de los<br />

diversos recipientes esmaltados en los que los intensos rojos y amarillos rozados por el pincel se<br />

encontraban apetitosamente ofrecidos; y, tras haber recolectado su miel de este modo, dejaba el pincel<br />

de planear y zambullirse, y, con dos o tres barridos de su lozana punta, empapaba el papel «Vatmanski»<br />

con una regular extensión de cielo anaranjado sobre el que, mientras ese cielo permanecía aún húmedo,<br />

quedaba depositada luego una nube alargada de color negro rojizo.<br />

—Y eso es todo, querido muchacho —solía decir él—. Este es todo el secreto.<br />

En una ocasión conseguí que me dibujara un tren expreso. Vi cómo su hábil lápiz iba creando las formas<br />

del quitapiedras y los complicados faros delanteros de una locomotora que parecía haber sido comprada

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