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VLADIMIR NABOKOV Habla, memoria - Fieras, alimañas y sabandijas

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ofrecían a mi vacilante lápiz una tentación mucho mayor que el ramo de flores o el cimbel que reposaban<br />

ante mí sobre la mesa, y que eran el modelo que se suponía que yo estaba dibujando.<br />

Mi atención erraba después más lejos incluso, y era entonces, quizá, cuando la rara pureza de su<br />

rítmica voz lograba su verdadero propósito. Me quedaba mirando un árbol, y el temblor de sus hojas<br />

tomaba prestado aquel ritmo. Egor cuidaba de las peonías. Una cauda trémula daba unos pasos, se<br />

detenía como si de repente se hubiese acordado de algo, y después seguía su camino, haciendo honor a<br />

su nombre. Salida de ninguna parte, una c blanca se posaba en el umbral, se tostaba al sol con sus<br />

angulosas alas anaranjadas completamente abiertas, las cerraba luego de repente para mostrar la<br />

diminuta letra escrita con tiza en su oscuro dorso, y remontaba el vuelo con la misma brusquedad. Pero<br />

la más constante fuente de hechizo de aquellos ratos de lectura era el dibujo arlequinado de los cristales<br />

de colores incrustados en el blanco armazón que había a ambos extremos de la terraza. Visto a través<br />

de estos cristales mágicos, el jardín adquiría un aspecto extrañamente quieto y distante. Mirando por el<br />

cristal azul, la arena mudaba su color a un tono ceniza, mientras que unos árboles de tinta nadaban en<br />

un cielo tropical. El amarillo creaba un mundo ambarino empapado de un brebaje especialmente intenso<br />

de luz solar. El rojo hacía que el follaje se convirtiera en un goteo rubí oscuro que colgaba sobre un<br />

sendero rosa. El verde empapaba el verdor de un verde más verde. Y cuando, después de tanta<br />

intensidad, pasaba a un cuadrado de cristal corriente e insípido, con su mosquito solitario o su segador<br />

cojo, era como tomarse un trago de agua cuando no se siente sed, y sólo veía el vulgar banco blanco<br />

bajo unos árboles normales. Pero, de todas las ventanas, éste es el cristal a través del que, más<br />

adelante, siempre preferí mirar la sedienta nostalgia.<br />

Mademoiselle no llegó nunca a saber cuán potente había sido el regular flujo de su voz. Sus<br />

declaraciones posteriores se referían a otras cosas. «Ah —suspiraba—, comme on s'aimait: ¡cómo nos<br />

queríamos! ¡Aquellos días felices en el château! ¡La muñeca de cera que enterramos aquel día bajo el<br />

roble! [No: era un Golliwogg relleno de lana.] Y aquella vez que tú y Sergey os escapasteis y me<br />

dejasteis perdida y gritando en la espesura del bosque! [Exageración.] Ah, la fessée que je vous ai<br />

flanquée: ¡Los azotes que os di! [Una vez trató de darme un cachete, pero jamás volvió a intentarlo.]<br />

¡Votre tante, la Princesse, a la que diste un puñetazo con tu manita porque se había comportado mal<br />

conmigo! [No lo recuerdo.] ¡Y tu costumbre de susurrarme al oído tus problemas infantiles! [¡Jamás!] ¡Y<br />

el rincón de mi cuarto en el que te encantaba refugiarte porque allí te sentías tranquilo y seguro!»<br />

La habitación de Mademoiselle, tanto en el campo como en la ciudad, era para mí un lugar misterioso:<br />

algo así como un invernadero que cobijaba una planta de gruesas hojas empapadas de un pesado olor a<br />

incontinencia mingitoria. Aunque, cuando éramos pequeños, estaba al lado de las nuestras, no parecía<br />

formar parte de nuestra agradable y aireada casa. En aquella nauseabunda neblina empapada de, entre<br />

otros efluvios más confusos, el pardo olor de la piel de manzana oxidada, la llama de la lámpara<br />

permanecía siempre baja, y en el escritorio centelleaban extraños objetos: una caja lacada donde<br />

guardaba la regaliz, de la que cogía negros segmentos que troceaba con su navaja para ponerlos luego<br />

a fundir debajo de la lengua; una postal de un lago y un castillo cuyas ventanas eran lentejuelas de<br />

nácar; una amorfa pelota de papel de plata procedente de los bombones de chocolate que solía<br />

consumir por las noches; fotografías de un difunto sobrino suyo, de su madre, que había firmado el<br />

retrato con las palabras Mater Dolorosa, y de un tal Monsieur de Marante, a quien su familia le obligó a<br />

contraer matrimonio con una rica viuda.<br />

Presidiendo todas las demás, se encontraba otra foto colocada en un marco de fantasía con<br />

incrustaciones de granates; mostraba, de tres cuartos, a una joven morena y delgada con un vestido muy<br />

ajustado, y de mirada valiente y cabello abundante. «¡Una trenza gruesa como mi brazo, que me llegaba<br />

a los tobillos!», era el melodramático comentario de Mademoiselle. Porque ésta había sido ella; pero en<br />

vano trataron mis ojos de escrutar su forma conocida en un intento de localizar en ella al bello ser que<br />

albergaba en su interior. Esta clase de descubrimientos realizados por mi hermano y por mí no hicieron<br />

más que aumentar las dificultades de esa tarea; porque los adultos que durante el día contemplaban a<br />

una densamente vestida Mademoiselle jamás vieron lo que nosotros, los niños, veíamos cuando,<br />

levantada de su cama por los gritos que soltaba uno de nosotros en medio de una pesadilla, despeinada,<br />

con la vela en la mano, un destello de encaje dorado bordeando el salto de cama rojo sangre que no<br />

conseguía envolver del todo sus estremecidas carnes, convertida en la cadavérica Jezabel de la absurda<br />

obra de Racine, irrumpía con las fuertes pisadas de sus pies descalzos en nuestra habitación.<br />

Toda mi vida me ha costado mucho ir-a-acostarme. Esos pasajeros de los trenes que dejan a un lado el<br />

periódico, cruzan sus estúpidos brazos, e inmediatamente, con una actitud de ofensiva familiaridad,<br />

empiezan a roncar, me dejan tan perplejo como el tipo desinhibido que defeca cómodamente en

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