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VLADIMIR NABOKOV Habla, memoria - Fieras, alimañas y sabandijas

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de los lápices, conservaba su longitud original, o así fue al menos hasta que descubrí que, lejos de ser<br />

una estafa porque no dejaba marcas sobre la página, era la herramienta ideal que me permitía imaginar<br />

lo que yo quisiera mientras garabateaba con él.<br />

Estos lápices, ay, también han sido distribuidos entre los personajes de mis libros a fin de mantener<br />

ocupados a diversos niños ficticios; ahora ya no son del todo míos. En algún lugar, el piso de un capítulo,<br />

la habitación realquilada de un párrafo, también he situado ese espejo inclinado, y la lámpara de petróleo<br />

y la araña con sus gotas. Quedan pocas cosas, muchas han sido despilfarradas. ¿He regalado también a<br />

Box (hijo y esposo de Youlou, el Perro del ama de llaves), ese viejo dachshund pardo que duerme en el<br />

sofá? No, creo que todavía es mío. Su canoso hocico, con esa verruga en la arrugada comisura de los<br />

labios, está embutido en la curva de su corvejón, y un suspiro hincha de vez en cuando sus costillas. Es<br />

tan viejo y tiene un dormir tan acolchado de sueños (zapatillas masticables y algunos olores recientes)<br />

que ni siquiera se mueve cuando suenan afuera leves tintineos. Después, una puerta neumática resopla<br />

y se cierra con estrépito en el vestíbulo. Al final, Mademoiselle ha llegado; yo había confiado en que no<br />

fuera así.<br />

3<br />

Otro perro, el amable semental de una feroz familia, un gran danés al que no se le permitía entrar en<br />

casa, tuvo un agradable papel en una aventura que ocurrió, si no al día siguiente, al cabo de muy pocos.<br />

Resultó que mi hermano y yo nos quedamos a cargo de la recién llegada. Según la reconstrucción que<br />

hago ahora, mi madre se había ido probablemente, con su doncella y la joven Trainy, a San Petersburgo<br />

(un viaje de unos setenta y cinco kilómetros), en donde mi padre estaba muy comprometido en los<br />

graves acontecimientos políticos de aquel invierno. Estaba embarazada y muy nerviosa. Miss Robinson,<br />

en lugar de quedarse y explicarle sus deberes a Mademoiselle, también se había ido, para trabajar de<br />

nuevo con la familia de un embajador, de la que nosotros llegamos a saber tantas cosas como las que<br />

ellos sabrían de nosotros a partir de ese momento. A fin de demostrar que ésta no era forma de<br />

tratarnos, concebí inmediatamente el proyecto de repetir nuestra excitante empresa del año anterior,<br />

cuando nos escapamos de Miss Hunt en Wiesbaden. El campo que nos rodeaba esta vez era un desierto<br />

nevado, y resulta difícil imaginar cuál podía ser exactamente el objetivo del viaje que planeé.<br />

Acabábamos de regresar de nuestro primer paseo vespertino con Mademoiselle, y yo palpitaba de<br />

frustración y odio. Bastaron unos leves estímulos para conseguir que el mojigato Sergey sintiera también<br />

parte al menos de mi rabia. Tener que habérselas con alguien que hablaba un idioma desconocido (todo<br />

el francés que sabíamos se reducía a unas pocas frases cotidianas), y, por si esto fuera poco, ver<br />

contrariados todos nuestros hábitos más queridos, era más de lo que nadie puede soportar. La bonne<br />

promenade que ella nos había prometido se convirtió en un tedioso paseo, sólo por aquellos caminos<br />

cercanos a la casa en los que la nieve había sido retirada, y el helado suelo cubierto de arena. Nos hizo<br />

ponernos cosas que jamás usábamos, ni siquiera en los días más fríos (espantosas polainas y capuchas<br />

que entorpecían todos nuestros movimientos). Nos llamó a su lado cuando yo intenté seducir a Sergey<br />

para que explorase conmigo las cremosas y tersas ondulaciones de nieve que se habían formado sobre<br />

lo que en verano eran parterres floridos. Tampoco nos permitió caminar por debajo de aquel sistema de<br />

carámbanos enormes que, a modo de tubos de órgano, colgaban de los aleros y ardían<br />

esplendorosamente a la luz del bajo sol. Y había rechazado, tachándolo de ignoble, uno de mis<br />

entretenimientos preferidos (inventado por Miss Robinson): tenderme boca abajo en un pequeño trineo<br />

de felpa con un cabo de cuerda atado a un extremo, del que tiraba una mano refugiada en un mitón de<br />

cuero, y que me llevaba por un camino nevado bajo arcadas de árboles blancos, mientras Sergey iba, no<br />

tendido sino sentado, en un segundo trineo, tapizado de felpa roja, y sujeto a la parte trasera del mío,<br />

que era azul, y los tacones de un par de botas de fieltro, justo delante de mi cara, caminando bastante<br />

aprisa, con las punteras vueltas hacia dentro, y, de vez en cuando, haciendo saltar un fragmento de hielo<br />

con una u otra suela. (La mano y los pies eran los de Dmitri, nuestro más antiguo y bajito jardinero, y el<br />

camino, la avenida de jóvenes robles que parece haber sido la principal arteria de mi infancia.)<br />

Expliqué a mi hermano mi malvado plan, y le convencí de que lo aceptara. En cuanto regresamos de<br />

aquel paseo, dejamos a Mademoiselle resoplando en la escalera de la entrada y corrimos hacia el<br />

interior de la casa como si pretendiéramos escondernos en alguna habitación remota. De hecho, no<br />

paramos de correr hasta llegar al otro extremo de la casa y, una vez allí, cruzamos la terraza y volvimos<br />

a salir al jardín. El gran danés al que me he referido más arriba estaba acomodándose alborotadamente

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