VLADIMIR NABOKOV Habla, memoria - Fieras, alimañas y sabandijas
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ecuerdo, adquieren la solidez de los borrosos pliegues de las cortinas de la ventana, al otro lado de la<br />
cual las farolas de la calle conservan una vida remota.<br />
¡Qué profundamente ajenas a estas turbadas noches eran aquellas mañanas de San Petersburgo en las<br />
que, fiera y tierna, húmeda y deslumbrante, la primavera ártica facturaba lejos de nosotros los bloques de<br />
hielo que arrastraba con su corriente aquel Neva tan luminoso como el mar! Esa primavera hacía brillar<br />
los tejados. Pintaba la enlodada nieve de las calles de una intensa tonalidad morada del azul que luego<br />
no he vuelto a ver en ningún lugar. En aquellos días espléndidos on allait se promener en équipage, una<br />
expresión europea corriente en nuestro mundo. Puedo volver a sentir fácilmente la jubilosa sustitución de<br />
aquel polushubok acolchado que me llegaba hasta las rodillas —con su caliente cuello de castor—, por la<br />
corta chaqueta azul marino con unos botones de latón que llevaban grabada una áncora. En el landó<br />
abierto, el valle de una manta de viaje me une a los ocupantes del interesantísimo asiento posterior: la<br />
majestuosa Mademoiselle, y el triunfal y enlagrimado Sergey, con quien acabo de tener una pelea en<br />
casa. Voy dándole pataditas, de vez en cuando, por debajo de la manta compartida, hasta que<br />
Mademoiselle me dice con severidad que pare. Nos deslizamos por delante de los escaparates de<br />
Fabergé, cuyas monstruosidades minerales, enjoyadas troikas apoyadas en marmóreos huevos de<br />
avestruz, y otros engendros, tan apreciadísimos por la familia imperial, eran para nosotros emblemas de<br />
grotesca horterada. Doblan las campanas de las iglesias, la primera mariposa limonera vuela por encima<br />
del Arco de Palacio, dentro de un mes regresaremos al campo; y al alzar la vista puedo contemplar,<br />
colgando de unas cuerdas tendidas de fachada a fachada, elevadas por encima de la calle, grandes<br />
estandartes semitransparentes, tensamente lisos, con tres anchas franjas —rojo pálido, azul pálido y<br />
simplemente pálido—, desprovistos por culpa del sol y de las errantes sombras de las nubes de toda<br />
conexión demasiado directa con una fiesta nacional, pero que celebran sin duda ahora, en la ciudad del<br />
recuerdo, la esencia de ese día primaveral, el crujido del barro, los primeros indicios de las paperas, el<br />
rizado pájaro exótico con un ojo inyectado en sangre del sombrero de Mademoiselle.<br />
6<br />
Estuvo siete años con nosotros, y sus lecciones fueron haciéndose más aisladas y su carácter<br />
empeorando poco a poco. De todos modos, parecía una roca sombríamente duradera en comparación<br />
con el flujo y reflujo de institutrices inglesas y preceptores rusos que se sucedieron en nuestra amplia<br />
familia. Mademoiselle tenía malas relaciones con todos sus miembros. En verano eran raras las<br />
ocasiones en las que éramos menos de quince a la mesa, y cuando, en los cumpleaños, este número<br />
aumentaba hasta treinta o más, el asunto de la colocación de los comensales resultaba muy candente<br />
para Mademoiselle. Tíos y tías y primos llegaban en esas ocasiones de las fincas vecinas, y venía el<br />
médico en su dogcart, y se oía al maestro del pueblo sonándose las narices en el fresco vestíbulo, en<br />
donde pasaba de espejo en espejo llevando en la mano su verdoso, húmedo y rumoroso ramito de<br />
muguete, o de quebradizos acianos azul celeste.<br />
Si Mademoiselle creía que la habían puesto en un asiento excesivamente apartado hacia uno de los<br />
extremos de la enorme mesa, y especialmente si alguna pariente pobre casi tan gorda como ella («Je<br />
suis une sylphide a côté d'elle», decía Mademoiselle con un despectivo encogimiento de hombros)<br />
estaba mejor situada, la ofensa que sentía le hacía torcer el gesto en una sonrisa pretendidamente<br />
irónica, y cuando un ingenuo vecino le devolvía la sonrisa, ella sacudía la cabeza de forma brusca, como<br />
si acabara de salir de cierta reflexión muy profunda, y decía:<br />
—Excusez-moi, je sonriáis à mes tristes pensées.<br />
Y como si la naturaleza no hubiese querido perdonarle ninguna de las circunstancias que nos hacen<br />
especialmente susceptibles, era dura de oído. A veces, sentados a la mesa, los niños captábamos de<br />
repente la presencia de un par de lagrimones que se deslizaban por las anchas mejillas de<br />
Mademoiselle. «No os preocupéis por mí», decía con su vocecita, y seguía comiendo hasta que las no<br />
secadas lágrimas la cegaban; entonces, con un hipo que expresaba lo destrozado que tenía el corazón,<br />
se ponía en pie y abandonaba a tientas el comedor. Poco a poco acababa sabiéndose la verdad. La<br />
conversación general había girado, por ejemplo, en torno al tema del buque de guerra que comandaba<br />
mi tío, y ella había percibido en esto una malévola indirecta contra su Suiza natal, que carecía de<br />
Armada. O bien era debido a que imaginaba que cada vez que se hablaba en francés, el juego consistía<br />
en impedirle deliberadamente que ella llevara y adornara la conversación. Pobre mujer, siempre tenía<br />
unas prisas tan nerviosas por hacerse con el control de cualquier conversación inteligible de sobremesa,