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VLADIMIR NABOKOV Habla, memoria - Fieras, alimañas y sabandijas

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que serpenteaba a través de uno de esos fantasmalmente densos hayedos europeos en los que no hay<br />

más sotobosque que la enredadera ni más ruidos que los fuertes latidos del propio corazón. En un<br />

cuento de hadas inglés que mi madre leyó en una ocasión, había un niño que saltaba de la cama para<br />

entrar directamente en un cuadro, y allí, montado en su caballo de juguete, avanzaba por un camino<br />

pintado entre árboles silenciosos. Mientras permanecía arrodillado sobre la almohada en una neblina de<br />

amodorramiento y talqueado bienestar, medio sentado en los gemelos y terminando a toda prisa la<br />

oración, me imaginaba que trepaba hasta el cuadro que colgaba encima de mi cama y me sumergía en<br />

el interior de aquel hayedo encantado, que, a su debido tiempo, llegué a visitar.<br />

4<br />

Una desconcertante serie de nodrizas e institutrices inglesas, algunas de ellas retorciéndose nerviosas<br />

las manos, otras sonriéndome de forma enigmática, vienen a mi encuentro cuando vuelvo a entrar en mi<br />

pasado.<br />

Entre ellas tuvimos a la lerda de Miss Rachel, a la que recuerdo casi sólo en relación con las galletas<br />

Huntley and Palmer (las magníficas galletas de almendra que aparecían en la primera capa de aquellas<br />

cajas de lata forradas con papel azul, y las insípidas coscaranas del fondo), que compartía ilícitamente<br />

conmigo después de que me lavase los dientes. Tuvimos también a Miss Clayton que, cuando me<br />

hundía en la silla, me metía el dedo entre dos vértebras y luego, sonriente, se ponía muy tiesa para<br />

mostrarme lo que quería de mí: me contó que un sobrino suyo de mi edad (cuatro años) criaba orugas,<br />

pero todas las que ella cogió para mí y guardó en una jarra destapada con unas hojas de ortiga, se<br />

escaparon una noche, y el jardinero dijo que se habían ahorcado. Tuvimos a la adorable Miss Norcott,<br />

morena y de ojos aguamarina, que perdió un guante blanco de niño en Niza o Beaulieu, que yo busqué<br />

vanamente en la playa, entre los guijarros coloreados y los glaucos pedacitos de cristal transformados<br />

por el mar. La encantadora Miss Norcott fue despedida bruscamente una noche en Abazzia. Me abrazó a<br />

la luz tenue de la madrugada, en las habitaciones de los niños, envuelta en un impermeable claro y<br />

llorando como un sauce babilónico, y aquel día no hubo modo de consolarme, ni siquiera con el<br />

chocolate que preparó especialmente para mí la vieja nodriza de los Peterson, ni con el pan con<br />

mantequilla especial, sobre cuya superficie mi tía Nata, captando hábilmente mi atención, dibujó una<br />

margarita, y después un gato, y luego la pequeña sirena cuya historia había estado leyendo con Miss<br />

Norcott, y que también nos había hecho derramar lágrimas, de modo que me puse a llorar otra vez. Y<br />

luego vino Miss Hunt, tan miope, cuya breve estancia con nosotros en Wiesbaden terminó el día en que<br />

mi hermano y yo —a los cuatro y cinco años respectivamente— conseguimos burlar su nerviosa<br />

vigilancia subiendo a bordo de un vapor que, antes de ser capturados de nuevo, nos permitió descender<br />

un buen tramo del Rhin. Y Miss Robinson, la de la nariz sonrosada. Y otra vez Miss Clayton. Y una<br />

persona horrible que me leía The Mighty Atom, de Marie Corelli. Y otras más. A partir de cierto momento<br />

desaparecieron de mi vida. Fueron sustituidas por otras de nacionalidades francesa y rusa; y el escaso<br />

tiempo que nos quedó para hablar en inglés fue el de algunas clases ocasionales con dos caballeros, Mr.<br />

Burness y Mr. Cummings, ninguno de los cuales se alojaba con nosotros. En mis recuerdos aparecen<br />

ambos relacionados con los inviernos en San Petersburgo, donde teníamos una casa en la calle<br />

Morskaya.<br />

Mr. Burness era un escocés grandote de florido rostro, ojos azul pálido y lacio pelo pajizo. Dedicaba las<br />

mañanas a dar lecciones en una escuela de idiomas, y luego acumulaba por las tardes más clases<br />

particulares de las que cabían holgadamente en esas horas. Como viajaba de una parte a otra de la<br />

ciudad se veía obligado a depender del torpe trote de los abatidos caballos izvozchik (de alquiler) para<br />

llegar a casa de sus alumnos, se presentaba, si tenía suerte, con un cuarto de hora de retraso como<br />

mínimo para su clase de las dos (dondequiera que tuviese que darla), pero llegaba más tarde de las<br />

cinco para la de las cuatro. La tensión que suponía esperarle y confiar en que, por una vez, su<br />

sobrehumana tenacidad cedería ante el gris muro de cierta nevada especialmente impenetrable,<br />

constituía uno de esos sentimientos que confiamos no volver a experimentar en la vida de adulto (pero<br />

que volví a padecer cuando las circunstancias me forzaron a dar lecciones y cuando, en mis habitaciones<br />

amuebladas de Berlín, tuve que esperar a cierto alumno de pétrea expresión que comparecía siempre, a<br />

pesar de los obstáculos que yo iba interponiéndole mentalmente en su camino).<br />

La misma oscuridad que iba cerrándose en la calle parecía un subproducto de los esfuerzos de Mr.<br />

Burness por llegar a nuestra casa. Al final se presentaba el criado para cerrar los voluminosos postigos<br />

azules y correr las floreadas cortinas. El tic-tac del reloj de pared del aula sonaba con una entonación

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