07.05.2013 Views

VLADIMIR NABOKOV Habla, memoria - Fieras, alimañas y sabandijas

VLADIMIR NABOKOV Habla, memoria - Fieras, alimañas y sabandijas

VLADIMIR NABOKOV Habla, memoria - Fieras, alimañas y sabandijas

SHOW MORE
SHOW LESS

Create successful ePaper yourself

Turn your PDF publications into a flip-book with our unique Google optimized e-Paper software.

arrotes, con sus mallas laterales de vellosos cordones de algodón, me devuelve también el placer de la<br />

manipulación de cierto huevo de cristal bellísimo y deliciosamente sólido, residuo de alguna olvidada<br />

Pascua; tenía por costumbre masticar una punta de la sábana hasta dejarla completamente empapada, y<br />

luego envolvía el huevo en ella a fin de admirar y lamer otra vez el cálido y rojizo fulgor de las<br />

tensamente envueltas facetas que atravesaban la tela conservando milagrosamente toda la riqueza de<br />

su brillo y su color. Pero aún llegaría a estar más cerca de alimentarme de la belleza.<br />

¡Qué pequeño es el cosmos (bastaría la bolsa de un canguro para contenerlo), qué baladí y encanijado<br />

en comparación con la conciencia humana, con el recuerdo de un solo individuo, y su expresión verbal!<br />

Quizá sienta un cariño desproporcionado por mis más tempranas impresiones, pero ocurre que tengo<br />

motivos para estarles agradecido. Porque me encaminaron hacia un auténtico Edén de sensaciones<br />

visuales y táctiles. Una noche, durante un viaje al extranjero en otoño de 1903, recuerdo haberme<br />

arrodillado sobre la (más bien delgada) almohadilla de un coche-cama (probablemente en el ya<br />

extinguido Train de Luxe mediterráneo, aquel cuyos seis vagones tenían la mitad inferior de su carrocería<br />

pintada de color tierra de sombra y el resto amarillo pálido) y haber visto, con una inexplicable punzada<br />

de dolor, un puñado de luces fabulosas que me hacían señas desde la lejana ladera de una colina, y que<br />

luego caían en una bolsa de terciopelo negro: diamantes que más tarde regalé a mis personajes para<br />

aligerar la carga de mi riqueza. Había probablemente logrado soltar y empujar hacia arriba la<br />

ornamentada cortinilla del cabezal de mi litera, y tenía frío en los talones, pero permanecí de rodillas,<br />

mirando al exterior. No hay nada tan dulce ni extraño como meditar sobre esas primeras emociones. Son<br />

propias del armonioso mundo de la infancia perfecta y, en cuanto tales, poseen en nuestra <strong>memoria</strong> una<br />

forma naturalmente plástica que nos permite registrarlas casi sin esfuerzo; sólo a partir de los recuerdos<br />

de nuestra adolescencia empieza Mnemosina a mostrarse melindrosa y mezquina. Me atrevería incluso<br />

a proponer que, en relación con la capacidad de atesorar impresiones, los niños rusos de mi generación<br />

vivieron una época extraordinaria, como si el destino hubiera intentado ayudarles lealmente en lo posible,<br />

obsequiándoles con una proporción mayor de la que les correspondía, a fin de prevenir el cataclismo que<br />

iba a borrar por completo el mundo que habían conocido. Una vez que lo hubieron acumulado todo, esa<br />

extraordinaria capacidad desapareció, del mismo modo que ocurre en el caso de esos otros niños<br />

prodigio más especializados: preciosos jovencitos de cabello rizado que agitan batutas o doman enormes<br />

pianos, y que con el tiempo acaban convirtiéndose en músicos segundones de ojos tristes y oscuras<br />

enfermedades y cierta vaga deformación en sus eunucoides cuartos traseros. Aun así, el misterio<br />

individual sigue atormentando al memorista. Ni en el ambiente ni tampoco en la herencia logro encontrar<br />

el instrumento exacto que me formó, el anónimo rodillo que imprimió en mi vida cierta filigrana<br />

complicada cuyo exclusivo dibujo se puede ver cuando se hace brillar la lámpara del arte a través del<br />

folio de la vida.<br />

3<br />

Para fijar correctamente, desde el punto de vista temporal, algunos de mis recuerdos de infancia, tengo<br />

que guiarme por los cometas y los eclipses, tal como hacen los historiadores cuando se enfrentan a los<br />

fragmentos de una leyenda. Pero en otros casos no hay ni sombra de fechas. Me veo a mí mismo, por<br />

ejemplo, encaramándome a unas húmedas rocas negras a la orilla del mar mientras Miss Norcott, una<br />

institutriz lánguida y melancólica que piensa que estoy siguiéndola, se aleja paseando por la curva de la<br />

playa con Sergey, mi hermano pequeño. Yo llevo un brazal de juguete. Mientras escalo esas rocas me<br />

repito a mí mismo, a modo de ensalmo entusiasta, generoso y profundamente gratificante, la palabra<br />

inglesa «childhood», que suena misteriosa y nueva, y se hace más extraña a medida que se va<br />

mezclando en mi pequeña, sobresaturada y febrilmente, con Robin de los Bosques y Caperucita Roja, y<br />

con los pardos capirotes de jorobadas hadas. En las rocas encuentro pequeños hoyos llenos de agua<br />

tibia, y mi murmullo mágico acompaña ciertos hechizos que voy tejiendo sobre los pequeños charcos de<br />

zafiro.<br />

El lugar es, naturalmente, Abbazia, en la costa del Adriático. Lo que llevo en mi muñeca, que tiene<br />

aspecto de servilletero de fantasía y es de un material celulóidico verde pálido y rosa, y semi-traslúcido,<br />

es el fruto de un árbol de Navidad que Onya, una bonita prima de mi misma edad, me dio en San<br />

Petersburgo unos meses antes. Yo lo atesoré sentimentalmente hasta que se le formaron por dentro<br />

unas venillas oscuras que decidí, como en sueños, que eran rizos míos, incomprensiblemente<br />

introducidos en esa brillante sustancia, junto con mis lágrimas, en el curso de una espantosa visita al<br />

detestado barbero de la cercana Fiume. Aquel mismo día, en una cafetería de la playa, mi padre se fijó

Hooray! Your file is uploaded and ready to be published.

Saved successfully!

Ooh no, something went wrong!