VLADIMIR NABOKOV Habla, memoria - Fieras, alimañas y sabandijas
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admirable dibujo...»); pero al cabo de muchos años, gracias a un feliz azar (ya sé que no debería<br />
comentar públicamente estas cosas), ajusté mis cuentas con el primer descubridor de mi polilla dando su<br />
nombre a un ciego en una de mis novelas.<br />
Permítaseme también evocar a las esfinges, esos aviones a reacción de mi adolescencia. En los<br />
atardeceres de junio los colores tenían una prolongada agonía. Las lilas en plena floración ante las que,<br />
cazamariposas en mano, yo aguardaba, mostraban en el crepúsculo sus arracimamientos de esponjoso<br />
gris, con un levísimo tinte purpúreo. Una húmeda y joven luna colgaba sobre la neblina de un prado<br />
vecino. A lo largo de los años posteriores me he encontrado también en muchos jardines como éste,<br />
aguardando en la misma actitud —Atenas, Antibes, Atlanta—, pero jamás he esperado con un deseo tan<br />
ardiente como cuando lo hacía junto a esas lilas que iban oscureciéndose poco a poco. Y de repente me<br />
llegaba un débil zumbido que avanzaba de flor en flor, un halo de vibraciones circundando el cuerpo<br />
aerodinámico, verde oliva y rosa, de una esfinge colibrí detenida en el aire sobre la corola en la que<br />
había introducido su larga lengua. Su bella larva negra (que parece una cobra diminuta cuando hincha<br />
sus ocelados segmentos delanteros) podía ser localizada un par de meses más tarde sobre las húmedas<br />
adelfillas. De este modo, cada hora y cada estación tenían sus encantos. Y, finalmente, en las frías<br />
noches de otoño, incluso cuando llegan las primeras heladas, se podían cazar mariposas nocturnas con<br />
trampas dulces, untando los troncos de los árboles con una mezcla de melaza, cerveza y ron. A través<br />
de la borrascosa negrura, la lámpara iluminaba los pegajosamente brillantes pliegues de la corteza, y las<br />
dos o tres mariposas nocturnas que bebían su dulzor con sus nerviosas alas semiabiertas, al estilo de la<br />
diurnas, dejaban ver en las inferiores la increíble seda carmesí parcialmente oculta por el gris liquen de<br />
las primarias. Y cuando, tropezando en la oscuridad, regresaba a casa para mostrarle las piezas<br />
cobradas a mi padre, gritaba en son de triunfo hacia las ventanas iluminadas:<br />
—¡Catocala adultera!<br />
6<br />
El parque «inglés» que separaba la casa de los campos de heno era muy extenso y complicado, con<br />
senderos laberínticos y bancos turguenevianos, y robles de importación que se alzaban entre los abetos<br />
y abedules endémicos. Desde los tiempos de mi abuelo no había cesado la lucha por impedir que este<br />
parque regresara al estado salvaje, pero jamás se había alcanzado un éxito completo. Ningún jardinero<br />
era capaz de hacer frente a los montículos de rizada tierra negra que las manos rosadas de los topos se<br />
empeñaban en ir amontonando en la pulcra arena de la avenida central. Las malas hierbas y los hongos,<br />
y también algunas raíces de árboles, a modo de gruesas venas, cruzaban en todos los sentidos los<br />
senderos moteados por la luz del sol. En los años ochenta fueron eliminados los osos, pero de vez en<br />
cuando todavía visitaba estos terrenos algún que otro alce. Un pequeño fresno de montaña y un álamo<br />
temblón más pequeño incluso se habían encaramado, cogidos de la mano, como un par de torpes niños<br />
tímidos, a un pintoresco canto rodado. También había otros invasores más esquivos —excursionistas<br />
extraviados o alegres campesinos— que enloquecían a Ivan, nuestro canoso guardabosques, dejando<br />
dibujadas en los bancos y portales palabras obscenas. El proceso de desintegración continúa hoy en día,<br />
aunque en un sentido diferente, porque cuando trato ahora de seguir en mis recuerdos los serpenteantes<br />
senderos desde un punto dado a otro, noto alarmado que aparecen muchas lagunas, debidas al olvido o<br />
la ignorancia, semejantes a esos blancos correspondientes a zonas de tierra incógnita que los<br />
cartógrafos llamaban «bellas durmientes».<br />
Más allá del parque comenzaban los sembrados, con un continuo temblor de alas de mariposas flotando<br />
sobre el temblor de las flores —margaritas, campánulas, escabiosas y otras— que actualmente pasan<br />
aprisa junto a mí en una calina coloreada, comparable a esos maravillosos y lujuriantes prados que<br />
vemos desde el vagón restaurante que nos lleva de un extremo a otro del continente, y que jamás<br />
podremos explorar. Al final de este herboso país de las maravillas se alzaba, como una muralla, el<br />
bosque. Por allí vagaba yo, escrutando los troncos (la parte encantada, silenciosa, de los árboles) para<br />
ver si encontraba ciertas polillas diminutas, que en Inglaterra llaman Pugs, delicadas criaturas que de día<br />
se cuelgan de superficies moteadas con las que se confunden sus alas planas y sus abdómenes<br />
doblados hacia arriba. Allí, en las profundidades de ese mar de verdor asaeteado de sol, giraba yo<br />
lentamente en torno a los más gruesos troncos. Nada del mundo me hubiera parecido tan maravilloso<br />
como poder añadir, gracias a un golpe de suerte, alguna notable especie nueva a la larga lista de Pugs<br />
bautizadas por otros. Y mi alborotada imaginación, humillándose ostensible y casi grotescamente ante mi<br />
deseo (pero, en todo momento, conspirando fantasmalmente entre bastidores, planeando fríamente los