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<strong>En</strong> <strong>tinieblas</strong> <strong>24</strong>/<strong>10</strong>/<strong>06</strong> <strong>13</strong>:40 <strong>Página</strong> 59<br />
El milagro<br />
será ciertamente un hombre que goce de eternidad, en<br />
el sentido de que esté autorizado para beber del Aljibe<br />
del Temible Jardín, no lejos del añoso Árbol de la Ciencia,<br />
en el sitio mismo donde cayó la Sangre de la Mano<br />
diestra de Jesús, luego de clavarlo en la Cruz, frente al<br />
Occidente.<br />
¿Qué hará ese personaje espantable en quien Dios<br />
delegará su poder? Sabemos de eso tanto como de las<br />
leyes de las nebulosas. Lo más que podemos llegar a decir<br />
es que el milagro vendrá precediéndolo, como los<br />
pajarillos precedían al Santo de Asís; las criaturas animadas<br />
e inanimadas le obedecerán ad natum con maravillosa<br />
exactitud.<br />
Pienso a menudo que el aniquilamiento de la raza<br />
consagrada al Maligno es una exigencia divina, una<br />
condición previa del inventario del mundo, pues hay<br />
otras muchas cuentas que liquidar. ¿Pero cabe el exterminio<br />
de ochenta millones de almas? Seguramente un<br />
débil soplo bastaría, y se trataría de un milagro menor<br />
que la conversión de un solo infiel. El cañón más enorme,<br />
con su fealdad y su pesadez, es menos temible que<br />
el insecto que Dios envía. Le bastan apenas unas horas<br />
para transformar una bestia inmensa en una pila de<br />
huesos. Ése podría ser muy bien el destino de la orgullosa<br />
bestia alemana.<br />
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