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El ocho

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Katherine Neville<br />

tímetros de altura, con pequeñas joyas en lugar de ojos y piedras preciosas que salpicaban las empuñaduras<br />

de sus espadas.<br />

Carlomagno y Garin se acercaron al tablero. <strong>El</strong> monarca alzó la mano y pronunció palabras que<br />

azoraron a los cortesanos que lo conocían bien.<br />

—Propongo una apuesta —dijo con voz extraña. Carlomagno no era hombre propenso a las apuestas.<br />

Los cortesanos se miraron inquietos—. Si el soldado Garin me gana una partida, le concedo ese<br />

territorio de mi reino que va de Aquisgrán a los Pirineos vascos y la mano de mi hija mayor en matrimonio.<br />

Si pierde, será decapitado en este mismo patio al romper el alba.<br />

La corte se estremeció. Era de todos sabido que el monarca amaba tanto a sus hijas que les había<br />

rogado que no contrajeran matrimonio mientras estuviese vivo.<br />

<strong>El</strong> duque de Borgoña, el mejor amigo del rey, lo cogió del brazo y lo llevó aparte.<br />

—¿Qué tipo de apuesta es ésta? —preguntó en voz baja—. ¡Habéis hecho una apuesta digna de un<br />

bárbaro embriagado!<br />

Carlomagno tomó asiento ante la mesa. Parecía hallarse en trance. <strong>El</strong> duque quedó anonadado. <strong>El</strong><br />

propio Garin estaba perplejo. Miró al duque a los ojos y, sin mediar palabra, posó la mano sobre el tablero,<br />

aceptando la apuesta. Se sortearon las piezas y la suerte quiso que Garin escogiera las blancas, lo que<br />

le proporcionó la ventaja de la primera jugada. Comenzó la partida.<br />

Tal vez se debió a lo tenso de la situación, pero lo cierto es que, a medida que se desarrollaba la<br />

partida, parecía que ambos ajedrecistas movían las piezas con una fuerza y precisión tales que trascendía<br />

al mero juego, como si otra mano, invisible, se cerniera sobre el tablero. Por momentos dio la sensación<br />

de que las piezas se movían por decisión propia. Los jugadores estaban mudos y pálidos y los<br />

cortesanos los rodeaban como fantasmas.<br />

Luego de casi una hora de juego, el duque de Borgoña notó que el monarca se comportaba de una<br />

manera extraña. Tenía el ceño fruncido y estaba distraído y aturdido. Garin también era presa de un desasosiego<br />

poco corriente, sus movimientos eran bruscos y espasmódicos y su frente estaba perlada por<br />

un sudor frío. Los ojos de ambos contrincantes estaban clavados en el tablero como si no pudieran apartar<br />

la mirada.<br />

Súbitamente Carlomagno se incorporó de un salto, lanzó un grito, volcó el tablero y los trebejos<br />

rodaron por el suelo. Los cortesanos retrocedieron para abrir el círculo. <strong>El</strong> monarca estaba dominado por<br />

una ira sombría y espantosa, se mesaba los cabellos y se golpeaba el pecho como una bestia enardecida.<br />

Garin y el duque de Borgoña corrieron en su auxilio, pero los apartó a puñetazos. Hicieron falta seis<br />

nobles para. sujetar al. rey. Cuando por fin lo sometieron, Carlomagno miró azorado a su alrededor,<br />

como si acabara de despertar de un largo sueño.<br />

—Mi señor, creo que deberíamos abandonar esta partida —propuso Garin con serenidad, alzó una<br />

de las piezas y se la entregó al monarca—. Las piezas están desordenadas y no recuerdo una sola jugada.<br />

Majestad, le temo a este ajedrez moro. Creo que está poseído por una fuerza maligna que os obligó<br />

a apostar mi vida:<br />

Carlomagno, que descansaba en un sillón, se llevó cansinamente la mano a la frente pero no pronunció<br />

palabra.<br />

—Garin, sabes que el rey no cree en ese tipo de supersticiones y que las considera paganas y bárbaras<br />

—intervino el duque de Borgoña con suma cautela—. Ha prohibido la nigromancia y las adivinaciones<br />

en la corte...<br />

Carlomagno lo interrumpió, con voz tan débil que parecía sufrir un agotamiento extremo:<br />

—Si hasta mis propios soldados creen en brujerías, ¿cómo extenderé por toda Europa la fe cristiana?<br />

—Desde tiempos remotos se ha practicado esta magia en Arabia y en todo Oriente —replicó<br />

Garin—. Ni creo en ella ni la comprendo, pero... vos también la sentisteis. —Garin se acercó al emperador<br />

y lo miró a los ojos.<br />

—Me dejé llevar por un ardiente arrebato —admitió Carlomagno—. No pude dominarme. Sentí lo<br />

mismo que en la alborada de una batalla, cuando la soldadesca se lanza al combate. No sé cómo explicarlo.<br />

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