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El ocho

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Katherine Neville<br />

valor promocional. Estaba ávido de vender entradas, y Lily era la Josephine Baker del ajedrez. Lo tenía<br />

todo salvo el ocelote y los plátanos. Pero ahora que contaba con una atracción mayor bajo la forma de<br />

Solarin, podía sacrificar a Lily en tanto bien prescindible. La emparejaría con Solarin en las primeras<br />

partidas y la borraría del torneo. Para él no tenía ninguna importancia que la competición fuera para Lily<br />

el medio para conquistar el título. Súbitamente pensé que el mundo del ajedrez no se diferenciaba<br />

mucho del de los interventores públicos autorizados.<br />

Vale, te has explicado —afirmé y eché a andar por el pasillo.<br />

—¿Adónde vas? —preguntó Lily alzando la voz.<br />

—Quiero darme una ducha —grité por encima del hombro.<br />

—¿Una ducha? —parecía histérica—. ¿Para qué coño quieres ducharte?<br />

—Necesito ducharme y cambiarme para asistir dentro de una hora a esa partida de ajedrez—respondí,<br />

me detuve junto a la puerta del baño y me volví para mirarla.<br />

Lily me contempló en silencio. Tuvo el buen gusto de sonreír.<br />

<br />

Me sentía ridícula a bordo de un descapotable a.mediados de marzo, :mientras se acumulaban<br />

las nubes de nieve y la temperatura se mantenía bajo cero. Lily se había envuelto en su capa de marta<br />

cebellina. Carioca arrancaba graciosamente las colas de piel y las esparcía por el suelo del coche. Yo<br />

sólo llevaba un abrigo de lana negra y me estaba congelando.<br />

—¿Este coche no tiene capota? —pregunté a contraviento.<br />

—¿Por qué no dejas que Harry te haga un abrigo de piel? Al fin y al cabo, es su oficio y te adora.<br />

—En este momento no me servirá de nada —respondí—. Explícame por qué esta partida se celebra<br />

en sesión cerrada en el Metropolitan Club. Cabe pensar que el patrocinador está interesado en sacarle<br />

la máxima publicidad a la primera partida que después de varios años Solarin juega en territorio occidental.<br />

—Sin duda sabes mucho de patrocinadores —coincidió Lily—. Sin embargo, hoy Solarin se<br />

enfrenta con Fiske. Podría ser contraproducente celebrar un encuentro público en lugar de una tranquila<br />

partida privada. Fiske está bastante chiflado.<br />

—¿Y quién es Fiske?<br />

—Antony Fiske, un jugador extraordinario —repuso Lily y se arrebujó las pieles—. Es GM británico,<br />

pero está inscrito en la Zona Cinco porque vivía en Boston cuando se dedicaba activamente al ajedrez.<br />

Me sorprende que haya aceptado porque lleva años sin jugar. En el último torneo en que participó,<br />

hizo echar al público. Creía que en la sala había micrófonos ocultos y en el aire vibraciones misteriosas<br />

que interferían sus ondas cerebrales. Todos los ajedrecistas están al borde de la locura. Se cuenta<br />

que Paul Morphy, el primer campeón estadounidense, murió sentado, totalmente vestido, en una bañera<br />

repleta de zapatos de mujer. Aunque la locura es uno de los riesgos principales del ajedrez, yo no acabaré<br />

en el manicomio. Sólo le pasa a los hombres.<br />

—¿Por qué?<br />

—Querida, porque el ajedrez es un juego edípico. Lisa y llanamente, consiste en matar al rey y<br />

follarse a la dama. A los psicólogos les encanta seguir a los jugadores de ajedrez para comprobar si se<br />

lavan las manos con demasiada frecuencia, olisquean zapatillas viejas o se masturban entre una sesión<br />

y la siguiente. Y después escriben artículos en la revista de la Asociación Médica Norteamericana.<br />

<strong>El</strong> Rolls Corniche azul claro se detuvo frente al Metropolitan Club de la 60th Street, a la vuelta de<br />

la Quinta Avenida. Saul nos abrió la puerta. Lily le entregó a Carioca y se adelantó por la rampa con<br />

dosel que bordeaba el patio adoquinado y conducía a la entrada. Saul, que durante el trayecto no había<br />

abierto la boca, me guiñó un ojo. Me encogí de hombros y seguí a Lily.<br />

<strong>El</strong> Metropolitan Club es una vetusta reliquia del viejo Nueva York. Club residencial privado para<br />

hombres, en su interior nada parecía haber cambiado desde hacía un siglo. La desteñida moqueta roja<br />

del vestíbulo necesitaba una limpieza, y pulimento la madera oscura y biselada de la recepción. Sin<br />

embargo, el salón principal compensaba con su encanto el brillo del que carecía la entrada.<br />

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