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El ocho

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Katherine Neville<br />

—¿No pudo negarse? Es difícil decirle no a Harry.<br />

—Es un ser intratable —coincidí—. Estoy convencida de que se niega a aceptar la existencia de la<br />

palabra no. ¿Dónde se está celebrando el aquelarre místico?<br />

—En el Fifth Avenue Hotel —respondió Saul, cerró la portezuela y caminó hacia el lado del chófer.<br />

Puso el motor en marcha y arrancó en medio de la copiosa nevada.<br />

En Nochevieja las principales arterias neoyorquinas están tan concurridas como a plena luz del día.<br />

Taxis y limusinas recorren las avenidas y los juerguistas deambulan por las calles en busca del último<br />

bar. Las calles están cubiertas de serpentinas y confeti y una histeria colectiva impregna la atmósfera.<br />

Aquella noche no era la excepción a la regla. Estuvimos a punto de atropellar a unos rezagados que<br />

salieron de un bar y cayeron sobre el parachoques; una botella de champaña salió volando de un callejón<br />

y rebotó sobre el capó.<br />

—Será un recorrido difícil —comenté.<br />

—Ya estoy acostumbrado. Todas las Nocheviejas llevo al señor Rad y a su familia y siempre pasa<br />

lo mismo. Debería cobrar paga de combatiente.<br />

—¿Cuánto tiempo hace que está al servicio de Harry? —pregunté mientras bajábamos por la Quinta<br />

Avenida, rodeados de edificios rutilantes y escaparates tenuemente iluminados.<br />

—Veinticinco años —respondió—. Empecé a trabajar para el señor Rad antes que Lily naciera. En<br />

realidad, antes de que se casara.<br />

—Supongo que le gusta trabajar para él.<br />

—Es un trabajo como cualquier otro —contestó Saul. Pensó unos instantes y añadió—: Respeto al<br />

señor Rad. Hemos compartido algunas estrecheces. Recuerdo momentos en que no podía pagarme pero<br />

se las ingenió para cumplir, aunque luego tuviera que hacer malabarismos. Le gusta tener limusina. Dice<br />

que tener chófer le da un toque de distinción. —Saul frenó ante un semáforo en rojo. Se dio la vuelta y<br />

me habló por encima del hombro—: Seguramente sabe que en otros tiempos repartíamos las pieles en<br />

la limusina. Fuimos los primeros peleteros de Nueva York en hacerlo. —Su tono de voz denotaba cierto<br />

orgullo—. Actualmente me dedico a llevar a la señora Rad y a su hermano de compras cuando el<br />

señor Rad no me necesita. También llevo a Lily a los torneos.<br />

Seguimos en silencio hasta llegar al final de la Quinta Avenida.<br />

—Por lo que tengo entendido, esta noche Lily no se ha presentado —comenté.<br />

Así es —confirmó Saul.<br />

—Por eso dejé el trabajo. ¿Qué cosa tan importante ha podido retenerla para que no pase la<br />

Nochevieja con su padre?<br />

—Ya sabe lo que hace —replicó Saul mientras frenaba frente al Fifth Avenue Hotel. Tal vez fuera<br />

mi imaginación, pero tuve la impresión de que su tono era de amargura—. Está haciendo lo de siempre:<br />

jugando al ajedrez.<br />

<br />

<strong>El</strong> Fifth Avenue Hotel estaba en el lado Oeste, pocas manzanas más arriba de Washington Square<br />

Park. Divisé los árboles cargados de nieve tan espesa como nata montada, nieve que formaba pequeñas<br />

cumbres como gorros de enanos alrededor del impresionante arco que señala la entrada de Greenwich<br />

Village.<br />

En 1972 aún no había sido restaurado el bar público del hotel. Como tantos bares de hoteles neoyorquinos,<br />

reproducía con tanta fidelidad una taberna rural Tudor que teñías la sensación de que debías<br />

atar el caballo en la puerta en vez de apearte de un cochazo. Los ventanales que daban a la calle estaban<br />

coronados por recargados adornos de cristal biselado y vidrios de colores. <strong>El</strong> vivo fuego de la enorme<br />

chimenea de piedra iluminaba los rostros de los parroquianos y arrojaba un resplandor rubí a través<br />

de los fragmentos de cristal coloreado, reflejándose en la acera cubierta par la nieve.<br />

Harry había reservado una mesa redonda, de roble, próxima a los ventanales. Cuando paramos, vi<br />

que nos saludaba con la mano y se inclinaba de modo que su aliento trazaba un rubor empañado en el<br />

cristal. Llewellyn y Blanche estaban en el fondo, sentados del otro lado, susurrando como un par de<br />

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