Discursos a mis estudiantes - David Cox
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que las palabras, así también una vida mala sofocará, a no dudarlo, la voz del ministro más<br />
elocuente. Sobre todo, nuestros edificios más seguros deben ser fabricados por nuestras propias<br />
manos; nuestros caracteres deben ser más persuasivos que nuestros discursos. Aquí desearla yo<br />
amonestaros no sólo contra los pecados de co<strong>mis</strong>ión, sino también contra los de o<strong>mis</strong>ión.<br />
Demasiados predicadores se olvidan de servir a Dios cuando están fuera del púlpito, siendo así<br />
su vida negativamente inconsecuente. Lejos de nosotros, queridos hermanos, el pensamiento de<br />
ser ministros automáticos, es decir, de esos que se mueven no por tener en si <strong>mis</strong>mos la virtud de<br />
hacerlo, sino porque los ponen en movimiento fuerzas transitorias; de esas que solamente son<br />
ministros a intervalos, bajo la compulsión del toque de la hora que los llama a sus trabajos, y que<br />
dejan de serlo tan luego como bajan los escalones del púlpito. Los verdaderos ministros nunca<br />
pierden su carácter. Muchos predicadores se parecen a esos juguetitos movidos por arena que<br />
compramos para nuestros niños y en los cuales volvéis para arriba la parte inferior del depósito,<br />
y el pequeño acróbata da vueltas y más vueltas, hasta que toda la arena ha bajado, quedando<br />
entonces colgado sin movimiento alguno. Hacemos esta comparación, porque hay muchos que<br />
perseveran en las ministraciones de la verdad tanto tiempo cuanto es el que hay una necesidad<br />
oficial de su trabajo, pero después, no hay paga, no hay paternoster; no hay salario, no hay<br />
sermón.<br />
Es una cosa horrible ser ministro inconsecuente. Se dice que nuestro Señor fue como<br />
Moisés, por la razón de haber sido un "profeta poderoso en palabras y en obras." El hombre de<br />
Dios debe imitar a su Señor en esto: es preciso que sea poderoso tanto en la predicación de su<br />
doctrina, como en el ejemplo que dé con sus obras, teniendo si es posible, en esto último, mucho<br />
mayor cuidado todavía. Es de llamar la atención que la única historia eclesiástica que tengamos,<br />
sea lo de "Los Hechos de los Apóstoles." El Espíritu Santo no tuvo por conveniente conservarnos<br />
los sermones de éstos. Deben haber sido magníficos, mucho mejores que los que nosotros<br />
podamos nunca predicar, y con todo, el Espíritu Santo ha tomado solamente nota de sus<br />
"hechos." No tenemos libros en que consten las resoluciones de los apóstoles. Cuando nosotros<br />
verificamos un registro de nuestras minutas y resoluciones, pero el Espíritu Santo sólo consigna<br />
los "hechos." Nuestros hechos deben ser tales que merezcan ser registrados, ya que de todas<br />
maneras lo han de ser. Debemos vivir, por tanto, como cumple hacerlo al que se halla bajo la<br />
inmediata mirada de Dios, y envuelto en la brillante luz del gran día que todo lo revela.<br />
La santidad en un ministro es su necesidad principal a la vez que su más piadoso<br />
ornamento. Una mera excelencia moral no es suficiente; debe haber la virtud más elevada; es<br />
preciso que haya un carácter consecuente, pero éste necesita estar ungido con el óleo sagrado de<br />
la consagración, pues de lo contrario careceremos de lo que nos hace más fragrantes para Dios y<br />
para el hombre. El anciano John Stoughton, en un tratado titulado "Dignidad y Deber del<br />
Predicador," insiste sobre la santidad del ministro, en razones llenas de peso. "Si Uzza debió<br />
morir por tocar el arca de Dios, y eso que lo hizo por sostenerla cuando estuvo próxima a caer;<br />
si los hombres de Bethsemes perecieron por mirar adentro de ella; si las bestias que no hicieron<br />
otra cosa que acercarse al Monte Santo, fueron amenazadas, entonces ¿qué clase de personas<br />
deben ser admitidas a conversar familiarmente con Dios; a estar ante él como los ángeles lo<br />
hacen, y contemplar su faz continuamente; a cargar el arca sobre sus hombros; a llevar su<br />
nombre entre los Gentiles; en una palabra, a ser sus embajadores? La santidad es propia de tu<br />
casa, Oh Señor: ¿y no seria una cosa ridícula pensar o imaginar que los vasos deben ser santos,<br />
las vestiduras deben ser santas, todo en fin, debe ser santo, con la sola excepción de aquel sobre<br />
cuyas <strong>mis</strong>mas vestiduras debe estar escrito santidad al Señor? ¿Qué, las campanillas de los<br />
caballos debían tener una inscripción, en Zacarías, y las campanas de los santos, las campanas de<br />
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