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Discursos a mis estudiantes - David Cox

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todos se extraviarían, siendo él en gran manera responsable de los pecados a que haya dado<br />

ocasión. No podemos soportar el pensar en esto, hermanos míos. No tendremos al hacerlo, ni un<br />

solo momento de consuelo; más sin embargo, no debemos omitirlo a fin de estar en guardia<br />

contra semejante mal.<br />

Debéis tener presente también, que nos es menester una piedad muy vigorosa, porque el<br />

peligro que corremos es mucho mayor que el de los demás. Sobre todo, no hay ningún lugar tan<br />

asaltado por la tentación, como el ministerio. A pesar de la idea popular de que está en nuestro<br />

carácter retirarnos prudentemente de una tentación, no es menos cierto que nuestros peligros son<br />

más frecuentes y envidiosos que los del común de los cristianos. El lugar que ocupamos puede<br />

ser ventajoso por su altura, pero esa <strong>mis</strong>ma altura es peligrosa, y para muchos no ha sido el<br />

ministerio sino una roca de tropiezo. Si nos preguntaseis cuáles son esas tentaciones, podría<br />

faltarnos tiempo para particularizároslas; pero os diremos que entre otras se hallan las más<br />

groseras y las más refinadas: a las primeras pertenecen la indulgencia con que nos juzgamos al<br />

aceptar y hacer los honores a una buena mesa, a lo cual nos vemos muy a menudo invitados entre<br />

un pueblo hospitalario; y las tentaciones de la carne, que sin cesar acometen a los jóvenes<br />

solteros enaltecidos y admirados por el bello sexo. Más creo haber dicho bastante: vuestras<br />

propias observaciones os revelarán bien pronto miles de celadas, a menos que vuestros ojos se<br />

hayan cerrado a la luz. Hay lazos más secretos que éstos de los cuales menos fácilmente<br />

podemos escapar, y de ellos el peor es la tentación al ministerialismo, es decir, la tendencia a leer<br />

nuestras Biblias como ministros, a orar como ministros, a dar, en suma, en hacer todo lo<br />

concerniente a nuestra religión como sí eso no incumbiera a nuestras personas sino de un modo<br />

puramente relativo. Perder la personalidad en el arrepentimiento y en la fe, es por cierto, perder<br />

mucho. "Nadie," dice John Owen, "predica su sermón bien a otros, si no se lo predica primero a<br />

su propio corazón." Hermanos, es sumamente difícil observar esta máxima. El cargo que<br />

desempeñamos en vez de avivar nuestra piedad, como algunos aseguran, se convierte, debido a<br />

la maldad inherente a nuestra naturaleza carnal, en uno de sus más serios estorbos; al menos, así<br />

lo juzgo por experiencia.<br />

Cómo debate uno y lucha contra el oficialismo, y sin embargo, cuán fácilmente nos<br />

acosa! Es como una larga vestidura que se enreda en los pies de uno que va a correr, y le impide<br />

hacerlo. Precaveos, queridos hermanos, de ésta y de todas las otras seducciones de vuestra<br />

vocación; y si lo habéis hecho así hasta ahora, continuad en vigilancia hasta la última hora de la<br />

vida.<br />

Hemos hecho notar uno de los peligros; pero a la verdad, hay de ellos una legión. El gran<br />

enemigo de las almas toma el mayor empeño en no dejar ni una piedra sin voltear para la ruina<br />

del predicador. "Tened cuidado de vosotros <strong>mis</strong>mos," dice Baxter, "porque el tentador hará su<br />

primera y más furiosa embestida contra vosotros. Si sois los gulas que le salís al frente, no dejará<br />

de acometeros sino en los casos que Dios no se lo permita. Os pone las mayores asechanzas,<br />

porque tenéis por <strong>mis</strong>ión causarle el daño mayor. Como él odia a Cristo más que a ninguno de<br />

nosotros, por ser Jesús el general del campo y el "Capitán de nuestra salvación," y quien hace<br />

más que el mundo entero contra el reino de las tinieblas, es esta la razón que tiene para fijarse en<br />

los caudillos que militan bajo las banderas del Salvador, más que en el común de los soldados<br />

que igualmente lo hacen según su proporción. Sabe cuanta confusión puede introducir en el<br />

ejército, si los jefes caen ante su vista. Ha procurado siempre la manera de combatir contra éstos,<br />

y no precisamente contra los muy grandes o muy pequeños, comparativamente; y la de herir a los<br />

pastores para poder dispersar el rebaño. Y es tan grande el éxito que ha alcanzado de este modo,<br />

que seguirá su táctica hasta donde pueda. Tened cuidado, por tanto, hermanos míos, porque el<br />

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