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Discursos a mis estudiantes - David Cox

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que no confundan un capricho con la inspiración, y un antojo pueril con el llamamiento del<br />

Espíritu Santo.<br />

Fijaos bien en que el deseo de que he hablado, debe ser profundamente desinteresado. Si un<br />

hombre después de un cuidadoso examen de sí <strong>mis</strong>mo, puede descubrir que tiene un motivo<br />

diferente del de la gloria de Dios y el bien de las almas, para optar por el pastorado, haría bien en<br />

volverse de él inmediatamente; porque el Señor llevará a mal el ingreso de compradores y<br />

vendedores en su templo: la introducción de cualquiera cosa mercenaria, aun en el menor grado,<br />

será como la mosca en el bote de ungüento, y todo lo echará a perder.<br />

Este deseo debe ser tal que persista en nosotros, una pasión que resista toda clase de pruebas; un<br />

anhelo del cual nos sea imposible escapar, aunque hayamos procurado hacerlo; un deseo, en<br />

suma, que crezca más intensamente con el transcurso de los años, hasta que llegue a convertirse<br />

en ahínco, en vehemencia, en hambre de proclamar la Palabra.<br />

Este intenso deseo es una cosa tan noble y hermosa, que siempre que lo veo inflamar el pecho de<br />

algún joven, me muestro siempre tardo en desanimarle, aun cuando tenga <strong>mis</strong> dudas con respecto<br />

a su aptitud. Puede ser necesario, por razones que después os expondré, amortiguar esa llama,<br />

pero eso debe hacerse con repugnancia y prudencia. Tengo un respeto tan profundo por este<br />

"fuego en los huesos," que si yo <strong>mis</strong>mo no lo sintiese, dejaría en el acto el ministerio. Si vosotros<br />

no sentís ese calor vivo y consagrado, os ruego que volváis a vuestras casas y sirváis a Dios en la<br />

esfera que os sea propia; pero si estáis asegurados de que arden dentro de vosotros brasas de<br />

enebro, no las sofoquéis, a menos que otras consideraciones de gran momento os prueben que<br />

ese deseo no es un fuego de origen celestial.<br />

2. En segundo lugar, combinada con el vehemente deseo de hacerse pastor, debe tenerse la<br />

aptitud de enseñar, y en cierto grado, las otras cualidades necesarias para el desempeño del cargo<br />

de instructor público. Para cerciorarse un hombre de su vocación, es menester que haga con buen<br />

éxito una prueba de ellas. No por esto pretendo que las primeras veces que un hombre se pone a<br />

hablar, predique tan bien como lo hacia Robert Hall en sus últimos días. Si no predica peor de lo<br />

que ese grande hombre predicaba en un principio, no debe ser condenado. Ya sabéis que Robert<br />

Hall se abatió completamente tres veces y exclamó: "¡Si esto no me hace humilde, nada lo hará!"<br />

Algunos de los más elocuentes oradores no tenían la mayor fluidez en su juventud. El <strong>mis</strong>mo<br />

Cicerón en un principio sufría debilidad de la voz y dificultad para pronunciar Con todo, no es<br />

preciso que un hombre considere que está llamado a. predicar, hasta haberse cerciorado de que<br />

puede hablar. Dios ciertamente no ha criado al hipopótamo para que vuele y aunque el leviatán<br />

tuviese un fuerte deseo de remontarse con la alondra, sería esa evidentemente una aspiración<br />

insensata, puesto que no está provisto de alas. Si un hombre estuviese llamado a predicar, se<br />

hallará dotado con cierta habilidad de locución que él cultivará y aumentará. Si no tuviese el don<br />

de expresarse medianamente en un principio, no es probable que alguna vez se pueda desarrollar<br />

en él.<br />

He oído hablar de un individuo que tenía un deseo muy intenso de predicar, y asediaba con su<br />

solicitación a su ministro, hasta que después de una multitud de desaires obtuvo per<strong>mis</strong>o para<br />

predicar un sermón como prueba. Esta oportunidad fue el fin de sus importunaciones, pues al<br />

anunciar su texto se halló destituido de toda clase de ideas, con excepción de una que dio a<br />

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