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Julián Henríquez Caubín. Madrid (ejemplo) - Luarna

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habíamos arrancado algunas concesiones que satisfacían mejor<br />

nuestro gusto y comodidad personales. Y habiendo sido<br />

sus primeros ocupantes, la encontrábamos como casa propia.<br />

Así pues, lo que Don Lucio tuviese por dentro, no me<br />

inquietaba grandemente. Suponía que era sencillamente alguna<br />

noticia ya sabida o algún rumor - a los cuales también me<br />

tenía acostumbrado - que por muy truculentos, él hinchaba<br />

más con su gruesa humanidad y su fértil imaginación de criollo.<br />

Avanzaba la hora aproximándose la de salida. El bedel<br />

me había traído un periódico: “El Socialista”, que todas las<br />

mañanas llevaba a mi oficina y que muchas veces servía de<br />

materia para que Don Lucio y yo nos enzarzásemos en alguna<br />

discusión más o menos amistosa.<br />

Volvió a entrar la oronda figura del Secretario. Con sus<br />

pasitos cortos y sobre sus menudos pies, comenzó a pasear<br />

nerviosamente por delante de mi mesa. No rebasaba en sus<br />

paseos la longitud de la misma. Cerré los expedientes cuyos<br />

informes marginales acababa de rubricar. Casi todos asuntos<br />

de trámite.<br />

Don Lucio hojeó “El Socialista”. Sus gruesos labios<br />

fruncidos en ademán de quién espera encontrar algo sensacional.<br />

Dobló el diario y volvió a dejarlo encima de la mesa.<br />

—Qui… qui… qui… quiero darle un consejo -me dijo<br />

de repente, tartamudeando un poco más que de costumbre.<br />

Le miré sorprendido.<br />

<br />

—Usted dirá, Don Lucio.<br />

Y ya, sin tartamudear, me dijo:

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