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CARTAS PARA SOÑAR<br />
Fue cuando yo era joven, o mejor dicho, cuando yo era un moco de poco más de un metro de estatura, cuando comencé con<br />
el vicio de soñar despierta.<br />
Al principio, soñaba con volar y con no crecer. Con el tiempo, los sueños se tornaron más realistas.<br />
Recuerdo con especial cariño lo que me han hecho soñar las cartas. Esta extraña ilusión por un sobre que contiene una hoja<br />
de papel impresa, derivó de una costumbre de mi aita, tan simple como mirar el buzón cada vez que volvíamos a casa después<br />
de que me hubiese recogido del colegio.<br />
Inicialmente, me limitaba a observar a mi aita. Él, introducía aquella pequeña llave en lo que a mí me parecía una cerradura<br />
aún más diminuta, la giraba y tras levantar aquel pedazo de madera, dejaba al descubierto una pila de sobres blancos entre<br />
los que, ocasionalmente, destacaba una revista de colores vivos o algún folleto publicitario. A continuación, miraba los sobres<br />
distraídamente y con menos interés del que a mí me causaban, seleccionaba aquellos que creía de mayor importancia. Mi aita,<br />
quien notó mi admiración por tan sencillo objeto, comenzó a cederme algunas de las cartas invitándome a que las abriera.<br />
Yo, a pesar de no saber leer, sabía reconocer mi nombre y era consciente de que aquellas cartas no me pertenecían. Era por lo<br />
afortunada que me sentí al recibir el privilegio de abrirlas, por lo que las trataba con tanta delicadeza. Tras escrutar la parte<br />
anterior del sobre, le daba la vuelta para empezar a destapar aquel misterio procurando rasgar la solapa por la línea perforada.<br />
A medida que pasaba el tiempo, mi interés por las cartas no menguaba. Todo lo contrario. Mi afán por conocer más acerca<br />
de ellas aumentaba con cada pregunta que me surgía: ¿De dónde venían todos esos papeles? ¿Quién los mandaba? ¿Cómo<br />
llegaban hasta nuestro buzón? ¿Acaso los deposita alguien allí? ¿A qué se debía que todos los días hubiese alguna carta<br />
esperándome?<br />
Poco a poco, mi aita me animaba a compartir esas dudas en voz alta y procuraba aportar algo de luz a mi gran incertidumbre.<br />
Fue así como descubrí que las cartas podían viajar de un país a otro. Yo, que por aquel entonces tenía una capacidad de asombro<br />
infinita, admiraba cómo una carta podía recorrer distancias tan largas, las cuales ni siquiera era yo capaz de imaginar.<br />
La fascinación que me crearon las cartas desarrolló en mí una gran afición a la lectura. El tiempo transcurría y comencé a<br />
familiarizarme con nuevas letras, que iban más allá de las que contenía mi nombre. Sin embargo, todavía era demasiado<br />
pequeña para enfrentarme yo sola a todos los enigmas que se encontraban ocultos tras aquellas estanterías repletas de libros.<br />
Una vez más, fue mi aita quien decidió desvelarme algunos de los secretos que ocultaban aquellas palabras. Pero, eso sí, sólo<br />
hasta que yo fuera capaz de descubrirlos por mi misma. Así pues, inauguró una nueva costumbre: todas las noches tras acostarnos<br />
ni hermana y yo, nos leería un pequeño montón de aquellas palabras.<br />
Conforme yo iba aprendiendo a leer, iba en aumento mi empeño por abarcar tanto libros como estuviesen al alcance de mi<br />
mano. Fue por aquella ansia de conocer por lo que mi aita me confió la elección del próximo libro que me haría soñar. Ese día,<br />
las cartas del buzón tuvieron que esperar más de lo habitual. Después de venir a buscarme al colegio, mi aita me llevó a una<br />
librería. Yo, que no recordaba haber visto tantos libros juntos, me sentí abrumada. Las opciones eran infinitas y la elección me<br />
quedaba grande. No obstante y tras dar varias vueltas a la tienda, mi aita simplificó mi creciente duda dándome a elegir entre<br />
dos únicos libros. Le pregunté a mi aita acerca de la síntesis de cada uno de ellos y observé atentamente las dos portadas que<br />
tenía ante mí. Cuando consideré tener suficiente información, me decanté por uno de ellos.<br />
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