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Catálogo - Kultur Leioa

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Sin sombrero, sin gabardina, pero era “mi Rick”. Me acostumbré a perderme en la oscuridad de su mirada, a balancearme en<br />

su risa, a buscarle entre los rostros de su cuadrilla, a escuchar su voz y se fue deshaciendo “la piedra” y algo cálido sustituyó<br />

el frío y reía por nada y saltaba charcos de lluvia.<br />

“Hasta la puerta no me acompañes”. Las despedidas al pie de la iglesia de San Pedro, bajo la pétrea mirada de los doce apóstoles.<br />

Él: “Tengo que decirte algo”.<br />

La noche me había encontrado arrodillada frente al crucifijo que colgaba encima de la cabecera de mi cama. Penitente, descalza,<br />

con el dolor de la pasión, el cuerpo en llamas. El rostro rió incontenible. Retumbaban en mis oídos los tambores de los<br />

encapuchados que, esa misma tarde habíamos contemplado juntos. Quería que el estruendo se hubiera quedado en mis oídos<br />

y no me hubiera permitido escuchar las palabras: Voy a salir con Cristina.<br />

El rostro tan de cera como los hachones que iluminaban la imagen de la Dolorosa que seguía al crucificado. “Que no se note.<br />

Que no vea cómo me rompo por dentro. Soy su amiga”. Las escaleras del cantón de La Soledad repetían: Cristina, Cristina,<br />

Cristina... y mis piernas al subir hacia mi casa, no daban abasto a matar el nombre, y el llanto, a la espera de la soledad de la<br />

alcoba.<br />

Noche de Viernes Santo. La Muerte abrazando la tierra. Todopoderosa. No sabe que los muertos resucitan. No sabe que no hay<br />

losa que resista el empuje de las ganas de vivir.<br />

Al amanecer el lucero estaba allí como cada mañana. El trocito de cielo que se asomaba a la pequeña ventana del baño de mi<br />

casa, que daba al estrecho caño de vecindad, seguía igual de azul. Abajo en la angostura, las peleas de gatos, la costra perenne,<br />

las airadas voces... Lo había liberado del peso del colchón, de mi propio peso, la noche anterior. Fue testigo de mi resurrección,<br />

de mi despegue hacia la madurez. Primero por la mitad, luego la otra mitad, las marcas de los pliegues quedaron sobre sus caras<br />

que, fueron desapareciendo. Fui plegando el papel despacio, recordando las instrucciones de Juan, un amigo de mi infancia.<br />

Doblé las esquinas, una y otra vez, dándole forma. Lo arrojé por la ventana. El avión apenas planeó, cayó al vacío bailando<br />

entre los tendederos. Quizás se me olvidó hacerle los alerones o quizás fue el peso de la piedra...<br />

68<br />

Emma García de Diego

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