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EL EqUIPO A<br />
60<br />
“Y Wendy creció...”<br />
“Lo que es familiar no mueve la atención”, han dicho hoy en el desayuno de la oficina y he tenido que morderme la lengua;<br />
los parámetros de la normalidad son tan subjetivos. Todo depende del lugar donde te toca vivir. Poco a poco, con la edad, se<br />
va perdiendo todo; por suerte, también el miedo a rememorar tu propia existencia. Los recuerdos se cosen al dobladillo del<br />
vestido y ya no pesan tanto. A veces el pasado cruje por dentro como una rama seca, o como el papel de regalo, pero entonces<br />
ya sólo parecen pequeñas estupideces de la vida que te tocó. Evoco mi historia mientras recuerdo una frase que me ha perseguido<br />
continuamente: dime lo que olvidas y te diré quién eres...<br />
***<br />
“Don Diablo se ha escapado” sonaba en la radio mientras papá se arreglaba en el baño. En aquella época me encantaba “El<br />
Equipo A”: “En 1982 cuatro de los mejores hombres del ejército americano fueron encarcelados por un delito que no cometieron.<br />
Ahora, buscados por la policía y el gobierno, los fugitivos se han convertido en mercenarios para poder sobrevivir<br />
económicamente”. Me fascinaba la serie porque creía que papá era como ellos. Los silencios y las maneras extrañas de mi<br />
familia me inquietaban al tiempo que producían en mí una admiración difícil de explicar.<br />
Papá era raro. Si salía a la calle se ponía una cabeza con pelo, cuando estaba en casa tocaba la cabeza calva. No vestía como<br />
los demás padres: siempre iba de negro y utilizaba pantalones pitillo estrechísimos, camisetas de sus grupos de rock preferidos<br />
y cadenas y tatuajes que cambiaban según la temporada; una riñonera y sus botines de tacón cubano que me parecía lo más,<br />
sonaban genial.<br />
Para mí era un superhéroe, me encantaba verle engalanarse. Se ponía la cabeza con pelo y salía a una noche desconocida para<br />
mí y expectante para él. El hecho de que tuviera patillas de lobo, dos cabezas y pantalones pitillo con hueveras estrechas me<br />
llenaba de fascinación. Además por las tardes solía jugar con nosotros, aunque siempre tenía que estar atento al teléfono y<br />
recibía constantes visitas de señoras con pelos cardados y purpurinas azules en los párpados; jerséis con escotes de formas<br />
geométricas y hombreras más grandes que mi cabeza. El único razonamiento lógico que se me ocurría para justificar esas<br />
almohadas en los hombros de aquellas mujeres excesivas era la peligrosidad de sus trabajos. Para aquellas chicas el invierno<br />
era una frase hecha y sus cintas del pelo siempre mucho más anchas que sus faldas.<br />
Mamá nunca decía nada, silenciosa, casi etérea, doblando calcetines y llorando cada vez que en las películas románticas se<br />
besaban. Solía susurrar a media voz mientras se sorbía los mocos de su nariz: “es todo demasiado incierto”. Siempre que la<br />
veía llorar me entraban ganas de hacer pis.<br />
Papá volvía por las mañanas. A veces, si la noche se había dado bien –imaginaba que eso significaba que su equipo había<br />
detenido a los malvados tras una persecución gloriosa encabezada por su cabeza con pelo– nos traía un montón de chucherías:<br />
paragüitas de chocolate envueltos en papeles vistosos y con un lacito en el mango, bombones rellenos de licor y, lo que más<br />
me fascinaba, unos palitos de colores de colores que recogía del bolsillo de su chaqueta. No sé de dónde saqué la idea de que<br />
si los chupabas mucho sabían al caramelo más especial que se pudiera comprar. Me encantaba ir a clase con esos palitos, chupaba<br />
y chupaba, hasta que mi imaginación descubría el sabor que quería. Algunas veces los demás niños me pedían un palito,<br />
les decía que no se lo podía dar porque era un tesoro de una misión de mi padre y sólo yo, por ser su hija, los podía tener.<br />
Los sueños de los hombres se parecen entre sí, las pesadillas son diferentes. Todo puede cambiar en una tarde, un miérco-