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Catálogo - Kultur Leioa

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SIEMPRE NOS qUEDARá PARÍS<br />

Subí por primera vez a un avión cuando tenía cinco años.<br />

Viajera a ninguna parte, con un mundo tan disponible como mi vida, el aire golpeando el rostro, los motores renqueando en<br />

el corazón.<br />

Me llevó de la mano, obviando mi inocencia. La sala enorme. Las luces, arañas luminosas colgadas con gruesas cadenas de los<br />

altos techos; el ruidoso bajar de las butacas, rojo sangre en la suavidad de su terciopelo; las voces de los jóvenes y el siseo de<br />

los mayores que se confundían con el roce de las gabardinas al abandonar los cuerpos y plegarse sobre las rodillas, impresionaron<br />

mi pequeñez. Era la única niña en la sala. El impermeable transparente, que me había regalado la tía Luisa en Donosti ese<br />

mismo verano, no tenía capucha y mi madre me había comprado un diminuto paraguas totalmente rosa. Colocó con cuidado los<br />

dos paraguas a su izquierda apoyados en la butaca y me sentó encima de sus piernas. Su gabardina y mi impermeable acabaron<br />

en las mías. Desde mi atalaya me sentía importante. Deslizaba mi mirada por los palcos enmarcados por gruesas cortinas rojas,<br />

con su panza sobre el patio de butacas orlada de frutos y hojas de oro, cuando de pronto todo desapareció: los rostros, las voces,<br />

la luz... Me agarré al brazo de mi madre que rodeaba mi cintura y la miré asustada. Ella sonreía.<br />

La música me hizo volver la cabeza.<br />

La voz se apoderó del silencio. En la pantalla, ejércitos de niñas uniformadas con blusas blancas y faldas azules, engomadas<br />

a su cintura, cayendo lacias hasta ocultar sus piernas, elevaban los brazos al cielo y los dirigían luego a la tierra. Ni una nota<br />

discordante, ni un brazo fuera de lugar, ni una sonrisa sospechosa. Se fueron las niñas y la voz seguía ahí. Un hombre pequeño,<br />

regordete, alzaba un gran pescado a la altura de su cabeza. Dejé de mirarlo para volverme hacia mi madre al escuchar un leve<br />

quejido de sus labios y sentir fuerza de su mano sobre la mía.<br />

Las letras cubrían toda la pantalla. “¿Qué pone mamá?”. “Chissss... CASABLANCA”.<br />

Mis piernas se inquietaban y golpeaban en su vaivén las de mi madre y ella las detenía con un suave apretón de sus manos. Me<br />

puse de rodillas sujetando su cara con las mías, reclamando su atención, buscando una mirada que ella había dejado olvidada<br />

sobre la pantalla. “¡Mamá! ¡Mamá!”. “¡Chissssss!”. Me dormí. Al despertar escuché el corazón de mi madre. Agitado. Mi<br />

oído reposaba sobre su pecho. Al mirar su rostro la vi llorar. Una piedra me creció dentro. Sólo la había visto llorar cuando mi<br />

abuela se convirtió en ausencia. Ella dirigió mi rostro de cara a la pantalla y vi el avión, medio oculto por la densa niebla y la<br />

oscuridad de la noche. Un hombre y una mujer se miraban sin hablar. Un hombre y una mujer, a los que les había crecido en<br />

el corazón una piedra como la mía.<br />

Era enorme, totalmente plano. Irregular y blanco en su trazo. Un gran número de asientos se apiñaban dentro de sus límites.<br />

El piloto lo dejamos a la imaginación de cada cual. Ninguna creía que una mujer pilotara un avión de pasajeros. Yo me<br />

sentaba junto a Rick porque a mi avión sí quiso subir. Y volamos por la carretera vacía de automóviles, la pista a los pies de<br />

Montehermoso, residencia del obispo de la ciudad, y el lugar donde nuestras fantasías infantiles se hacían realidad. La lengua<br />

fuera, mientras la mano arrastraba la tiza dibujando la línea más larga que habíamos hecho nunca. “Sí es así. Los aviones son<br />

muy grandes”. Yo dirigía la “operación” y mis amigas obedecían a regañadientes.<br />

La lluvia borró del suelo de la calle el avión de mi infancia.<br />

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