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cslewis-los-cuatro-amores

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«se consumía toda entera por su familia». No podían detenerla.<br />

Y el<strong>los</strong> tampoco podían -siendo personas decentes<br />

como eran- sentarse tranqui<strong>los</strong> a contemplar lo que hacía;<br />

tenían que ayudar: realmente, siempre tenían que estar ayudando,<br />

es decir, tenían que ayudarla a hacer cosas parael<strong>los</strong>,<br />

cosas que el<strong>los</strong> no querían.<br />

En cuanto al querido perro, era para ella, según decía,<br />

«como uno de <strong>los</strong> niños». En realidad, como ella lo entendía,<br />

era igual que el<strong>los</strong>; pero como el perro no tenía escrúpu<strong>los</strong>,<br />

se las arreglaba mejor que el<strong>los</strong>, y a pesar de que era controlado<br />

por el veterinario, sometido a dieta, y estrechamente<br />

vigilado, se las ingeniaba para acercarse hasta el cubo de la<br />

basura o bien donde el perro del vecino.<br />

Dice el Párroco que la señora Atareada está ahora descansando.<br />

Esperemos que así sea. Lo que es seguro es que su<br />

familia sí lo está.<br />

Es fácil de ver cómo la inclinación a vivir esta situación<br />

es, por decirlo así, congénita en el instinto maternal. Se trata,<br />

como hemos visto, del amor-dádiva, pero de un amor-dádiva<br />

que necesita dar; por tanto, necesita que lo necesiten. Pero<br />

la decisión misma de dar es poner a quien recibe en una<br />

situación tal que ya no necesite lo que le damos: alimentamos<br />

a <strong>los</strong> niños para que pronto sean capaces de alimentarse<br />

a sí mismos; les enseñamos para que pronto dejen de necesitar<br />

nuestras enseñanzas. Así pues, a este amor-dádiva le<br />

está encomendada una dura tarea: tiene que trabajar hacia su<br />

propia abdicación; tenemos que aspirar a no ser imprescindibles.<br />

El momento en que podamos decir «Ya no me necesitan»<br />

debería ser nuestra recompensa; pero el instinto, simplemente<br />

por su propia naturaleza, no es capaz de cumplir<br />

esa norma. El instinto desea el bien de su objeto, pero no<br />

solamente eso, sino también el bien que él mismo puede dar.<br />

Tiene que aparecer un amor mucho más elevado -un amor<br />

que desee el bien del objeto como tal, cualquiera que sea la<br />

fuente de donde provenga el bien- y ayudar o dominar al<br />

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instinto antes de que pueda abdicar; y muchas veces lo hace,<br />

por supuesto. Pero cuando eso no ocurre, la voraz necesidad<br />

de que a uno le necesiten se saciará, ya sea manteniendo<br />

como necesitados a sus objetos o inventando para el<strong>los</strong> necesidades<br />

imaginarias; lo hará despiadadamente en cuanto que<br />

piensa (en cierto sentido con razón) que es un amor-dádiva<br />

y que, por lo tanto, se considera a sí mismo «generoso».<br />

No solamente las madres pueden actuar así. Todos <strong>los</strong><br />

demás afectos que necesitan que se les necesite -ya sea<br />

como consecuencia del instinto de progenitores, o porque se<br />

trate de tareas semejantes- pueden caer en el mismo hoyo;<br />

el afecto del protector por su protégé es uno de el<strong>los</strong>. En la<br />

novela de Jane Austen, Emma trata de que Harriet Smith<br />

tenga una vida feliz, pero sólo la clase de vida feliz que<br />

Emma ha planeado para ella. Mi profesión -la de profesor<br />

universitario-- es en este sentido muy peligrosa: por poco<br />

buenos que seamos, siempre tenemos que estar trabajando<br />

con la vista puesta en el momento en que nuestros alumnos<br />

estén preparados para convertirse en nuestros críticos y rivales.<br />

Deberíamos sentirnos felices cuando llega ese momento,<br />

como el maestro de esgrima se alegra cuando su alumno<br />

puede ya «tocarle» y desarmarle. Y muchos lo están; pero<br />

no todos.<br />

Tengo edad suficiente para poder recordar el triste caso<br />

del Dr. Quartz. No había universidad que pudiera enorgullecerse<br />

de tener un profesor más eficaz y de mayor dedicación<br />

a su tarea: se daba por entero a sus alumnos, causaba<br />

una impresión imborrable en casi todos el<strong>los</strong>. Era objeto de<br />

una merecida admiración. Como es lógico, agradecidos, le<br />

seguían visitando después de terminada la relación de tutoría;<br />

iban a su casa por las tardes y 'mantenían interesantes<br />

discusiones; pero lo curioso es que esas reuniones no duraban;<br />

tarde o temprano -podía ser al cabo de unos meses o<br />

incluso de algunas semanas- llegaba la hora fatal en que <strong>los</strong><br />

alumnos llamaban a su puerta y se les decía que el Profesor<br />

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