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transmitía la impresión de que el<strong>los</strong> eran plenamente conscientes<br />
de vivir en un plano superior al del resto de nosotros;<br />
la impresión de que se encontraban entre nosotros como<br />
caballeros entre rústicos, o como adultos entre niños. Es<br />
muy posible que tuvieran una respuesta a mi pregunta, pero<br />
que comprendieran que yo era demasiado ignorante para<br />
entenderla. Si hubiesen contestado escuetamente «Sería muy<br />
iargo de explicar», yo no les estaría atribuyendo ahora el<br />
orgullo de la amistad. El intercambio de miradas y la risa<br />
constituyen el punto determinante: la personificación auditiva<br />
y visible de una superioridad corporativa que se da por<br />
sentada y es evidente. La casi total inocuidad, la ausencia de<br />
todo deseo aparente de herir o mofarse (eran jóvenes muy<br />
simpáticos) subrayan realmente su actitud olímpica. Había<br />
aquí un sentido de superioridad tan seguro que podía darse<br />
el lujo de ser tolerante, cortés, sencillo.<br />
Este sentido de superioridad corporativa no siempre es<br />
olímpico, es decir, sereno y tolerante; puede ser titánico:<br />
obstinado, agresivo y amargo. En otra ocasión, habiendo<br />
dado yo una conferencia a un grupo de universitarios, seguida<br />
de un correcto debate, un joven de expresión tensa, como<br />
la de un roedor, me interpeló de tal manera que tuve que<br />
decirle: «Perdone, pero en <strong>los</strong> últimos cinco minutos, y por<br />
dos veces, me ha llamado usted mentiroso; si no puede<br />
discutir un tema de otra manera, me veré obligado a marcharme».<br />
Yo esperaba que él haría una de estas dos cosas: o<br />
perder la calma y redoblar sus insultos, o sonrojarse y disculparse.<br />
Lo sorprendente fue que no hizo nada de eso.<br />
Ninguna nueva alteración vino a agregarse a la habitual malaise<br />
de su expresión. No repitió directamente que yo estaba<br />
mintiendo, pero, aparte de eso, siguió como antes. Era como<br />
chocar contra una pared; estaba protegido contra el riesgo<br />
de toda relación propiamente personal, fuera amistosa u hostil,<br />
con alguien como yo. Detrás de esas actitudes hay, casi<br />
con seguridad, un círculo de tipo titánico de autoarmados<br />
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caballeros templarios, perpetuamente en pie de guerra para<br />
defender a su admirado Baphomet. Nosotros, para quienes<br />
somos «el<strong>los</strong>», no existimos como personas; somos especímenes,<br />
especímenes de varios grupos de edades, tipos, opiniones,<br />
o intereses, que deben ser exterminados. Si les falla<br />
un arma, cogen fríamente otra. En el sentido humanamente<br />
corriente, no están en relación con nosotros, sino que cumplen<br />
una tarea profesional: pulverizamos con insecticida (le<br />
oí a uno usar esta expresión).<br />
Mis dos simpáticos clérigos y mi no tan simpático roedor<br />
tenían un alto nivel intelectual. También lo tenía el famoso<br />
grupo del período eduardiano que llegó hasta la asombrosa<br />
fatuidad de llamarse a sí mismo «Las almas»; pero el mismo<br />
sentimiento de superioridad colectiva puede apoderarse de<br />
un grupo de amigos mucho más vulgares. En ese caso la<br />
prepotencia será mucho más descarnada. En el colegio hemos<br />
visto hacer eso a alumnos «antiguos» ante uno nuevo, o<br />
a soldados veteranos ante uno novato; otras veces, a un<br />
grupo bullicioso y grosero tratando de llamar la atención de<br />
<strong>los</strong> demás en un bar o en un tren. Esas personas hablan con<br />
un lenguaje de jerga y de forma esotérica a fin de llamar la<br />
atención, y demostrar así al que no pertenece a su círculo que<br />
está fuera de él. Es cierto que la amistad puede ser «en torno»<br />
a casi nada, aparte del hecho de ser excluyente. Hablando<br />
con un extraño, cada miembro del grupo se deleita llamando<br />
a <strong>los</strong> demás por sus nombres de pila o por sus motes, aunque<br />
el extraño no sepa a quién se refiere, y precisamente por eso.<br />
Conocí a uno que era todavía más sutil. Simplemente, se<br />
refería a sus amigos corno si todos supiéramos -teníamos<br />
que saberlo- quiénes eran. «CoJ:!lo me dijo una vez Richard<br />
Button... », empezaba diciendo. Eramos todos muy jóvenes,<br />
y jamás nos hubiéramos atrevido a admitir que no habíamos<br />
oído hablar de Richard Button. Resultaba obvio, para cualquiera<br />
que fuese alguien, que se trataba de un nombre familiar,<br />
«no conocerlo significaba demostrar que uno no era<br />
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