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equerir una conversión más sutil y una más delicada sensibilidad.<br />
De parecida manera le puede ser también difícil al<br />
«rico» entrar en el Reino.<br />
y con todo, creo yo, la necesidad de conversión es inexorable;<br />
al menos si nuestros <strong>amores</strong> naturales han de entrar en<br />
la vida celestial. Que pueden entrar lo cree la mayoría de<br />
nosotros. Podemos esperar que la resurrección del cuerpo<br />
signifique también la resurrección de lo que podríamos llamar<br />
el «cuerpo mayor», el tejido general de nuestra vida en<br />
la tierra con todos sus afectos y relaciones; pero sólo con una<br />
condición, no una condición arbitrariamente puesta por<br />
Dios, sino una que es necesariamente inherente al carácter<br />
del Cielo: nada puede entrar allí que no haya llegado a ser<br />
celestial. «La carne y la sangre», la sola naturaleza, no pueden<br />
heredar ese Reino. El hombre puede subir al Cielo sólo<br />
porque Cristo, que murió y subió al Cielo, está «informándole<br />
a él». ¿No deberíamos pensar que eso es verdad de<br />
igual manera con <strong>los</strong> <strong>amores</strong> naturales de un hombre? Sólo<br />
aquel<strong>los</strong> en quienes entró el Amor en sí mismo ascenderán<br />
al Amor en sí mismo. Y sólo podrán resucitar con Él si en<br />
alguna medida y manera compartieron Su muerte; si el<br />
elemento natural se ha sometido en el<strong>los</strong> a la transformación,<br />
o bien año tras año o bien con una súbita agonía. La<br />
figura de este mundo pasa. El nombre mismo de naturaleza<br />
implica lo transitorio. Los <strong>amores</strong> naturales pueden aspirar<br />
a la eternidad sólo en la medida en que se hayan dejado<br />
llevar a la eternidad por la caridad, en la medida en que<br />
hayan por lo menos permitido que ese proceso comience<br />
aquí en la tierra, antes de que llegue la noche, cuando<br />
ningún hombre puede trabajar. Y ese proceso siempre supone<br />
una especie de muerte. No hay escapatoria. En mi<br />
amor por la esposa o por el amigo, el único elemento<br />
eterno es la presencia transformadora del Amor en sí mismo;<br />
si en alguna medida todos <strong>los</strong> otros elementos pueden<br />
esperar -como nuestros cuerpos físicos también lo espe-<br />
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ran- a ser resucitados de la muerte, es sólo por esta presencia.<br />
Porque en el<strong>los</strong> sólo esto es santo, sólo esto es el<br />
Señor.<br />
Los teólogos se han preguntado en ocasiones si nos «conoceremos<br />
unos a otros en el Cielo», y si las relaciones<br />
amorosas particulares conseguidas en la tierra seguirán teniendo<br />
algún sentido. Parece razonable contestar: «Depende<br />
de la cIase de amor que hubiera llegado a ser, o que estaba<br />
llegando a ser, en la tierra». Porque seguramente encontrar a<br />
alguien en la vida eterna por quien sentimos en este mundo<br />
un amor, aunque fuese fuerte, solamente natural, no nos<br />
resultaría, sobre ese supuesto, ni siquiera interesante. ¿No<br />
sería como encontrar, ya en la vida adulta, a alguien que<br />
pareció ser un gran amigo en la escuela básica y lo era<br />
solamente debido a una comunidad de intereses y de actividades?<br />
Si no era más que eso, si no era un alma afín, hoy será<br />
un perfecto extraño; ninguno de <strong>los</strong> dos practica ya <strong>los</strong><br />
mismos juegos, uno ya no desea intercambiar ayuda para la<br />
tarea de francés a cambio de la de matemáticas. En el Cielo,<br />
supongo yo, un amor que no haya incorporado nunca al<br />
Amor en sí mismo sería igualmente irrelevante; porque la<br />
sola naturaleza ha sido superada: todo lo que no es eterno<br />
queda eternamente envejecido.<br />
Pero no puedo terminar este comentario. No me atrevo<br />
-y menos aun cuando son mis propios deseos y miedos <strong>los</strong><br />
que me impulsan a eIlo- a dejar que algún desolado lector,<br />
que ha perdido a un ser amado, se quede con la ilusión,<br />
por otra parte difundida, de que la meta de la vida cristiana<br />
es reunirse con <strong>los</strong> muertos queridos. Negar esto puede<br />
sonar de modo desabrido y hasta falso en <strong>los</strong> oídos de<br />
<strong>los</strong> que sufren por una separación; pero es necesario negarlo.<br />
«Tú nos hiciste para Ti -dice San Agustín-, y nuestro<br />
corazón está inquieto hasta que descanse en Ti». Esto, tan<br />
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