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POLIFONÍA DE LA IDENTIDAD 49<br />

José Mariano Elízaga fue, sin duda, un actor de ese hermoso papel. En el<br />

México de la Independencia lo hizo todo: fundó la primera sociedad filarmónica,<br />

estableció una escuela pública de música, instaló la primera imprenta de<br />

partituras del país, escribió los primeros libros de texto, implementó la primera<br />

orquesta profesional y, en suma, puso la música al servicio de la flamante<br />

nación. Es una bella historia, y por eso Elízaga tiene su nombre escrito a la<br />

entrada de una de las salas de conciertos del Conservatorio Nacional.<br />

Pero fue sólo hasta 1994 cuando, casualmente, encontré una partitura de<br />

este autor, un espléndido juego de variaciones dobles, crípticamente intituladas<br />

Últimas variaciones. Lo que este descubrimiento trajo fue una revelación:<br />

Elízaga, además de ser un bello hombre, escribió una música por demás interesante<br />

y bien lograda. La suya es la escritura de un autor informado, que<br />

había estudiado a Haydn y a Beethoven con la asiduidad debida; que era un<br />

capaz ejecutante del fortepiano, y cuyo discurso está lleno de momentos de<br />

exaltación lírica y de un pathos armónico de conmovedora factura. En esta<br />

interesante obra conviven simultáneamente los espíritus de Rossini y Beethoven<br />

que, al decir de Carl Dahlhaus, determinaron el acontecer sonoro del siglo<br />

xix. Que una obra mexicana escrita en 1826 posea todos estos elementos es<br />

algo extraordinario, y por lo mismo hace inmensamente injusto que la historiografía<br />

se contente con acomodar a Elízaga en el conjunto de las “figuras que<br />

desempeñaron un hermoso papel”. Sí, lo hicieron, pero nos urge verlos como<br />

músicos y contar con el acceso a las creaciones artísticas de esas personas que<br />

fueron colegas de Elízaga en otras latitudes; del peruano José Bernardo Alzado<br />

(1788-1878), del cubano Antonio Raffelín (1796-1882), de los argentinos<br />

José Antonio Picasarri (1769-1843) y Amancio Alcorta (1805-1862); del brasileño<br />

Francisco Manuel da Silva (1795-1865), del Colombiano Nicolás Quevedo<br />

Rachadell (1803-1874) y de muchos otros que desempeñaron ese “hermoso<br />

papel” pero que, seguramente, fueron músicos primero y antes que<br />

cualquier otra cosa.<br />

Desde hace algunos años, y con ánimo de alentar una comparación más<br />

amplia de lo acontecido en torno al establecimiento de la música latinoamericana<br />

en el siglo de las independencias, Aurelio Tello expresó una idea muy<br />

similar cuando también hizo su propio recuento de lo hecho por Elízaga y por<br />

las “figuras del hermoso papel”:<br />

Es un reto para la musicología contemporánea establecer el nacimiento de<br />

la música latinoamericana, ya como proyección de las prácticas musicales<br />

que provenían de la colonia, ya como la síntesis y asimilación de diversas

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