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atrasos que le ocasionaba el Gran<br />
Orador. Los entrenadores deportivos se<br />
sentían más ligeros desde que no debían<br />
escuchar y seguir sus consejos; mientras<br />
los meteorólogos se sobresaltaban, en<br />
medio de un huracán, al recordar las<br />
precisiones e irrefutables pronósticos<br />
del Experto en Jefe.<br />
Los ministros, por su parte, ya<br />
empezaban a preguntarse si tendrían<br />
que decidir por sí solos, o si Raúl Castro<br />
heredaría todas las carteras<br />
ministeriales que ostentaba su hermano.<br />
Todos ellos, en mayor o menor grado,<br />
habían dejado de sentir el enorme peso<br />
verde olivo sobre sus hombros.<br />
Esa sensación de ligereza surgía<br />
porque, desde julio de 2006 el<br />
Comandante no había salido en vivo<br />
ante ellos. Todo ese tiempo no<br />
pronunció un discurso ni asistió a un<br />
acto público. Tampoco refrendó una<br />
nueva ley ni abanderó a las delegaciones<br />
deportivas que viajaban a competencias<br />
internacionales ni impuso las formales<br />
condecoraciones a los presidentes que<br />
visitaron el país. Brilló por su ausencia<br />
en los numerosos congresos celebrados y<br />
en las inauguraciones de nuevos centros<br />
de salud. Prácticamente no emitió<br />
ninguna opinión pública sobre cómo<br />
habría de hacerse algo en el país. En fin,<br />
no ejerció como Fidel Castro.<br />
{ V/24 }<br />
Y entonces regresó, como un anciano<br />
balbuceante de manos temblorosas,<br />
que nada tiene que ver con aquel fornido<br />
militar de perfil griego que desde<br />
una plaza, donde un millón de voces<br />
coreaba su nombre, proclamaba leyes<br />
que no habían sido consultadas con nadie,<br />
perdonaba vidas, anunciaba fusilamientos<br />
o pregonaba el<br />
derecho de los revolucionarios<br />
a hacer la revolución. Poco<br />
queda del hombre que<br />
durante horas ocupaba<br />
la programación<br />
televisiva y mantenía<br />
en vilo del<br />
lado de acá de<br />
\ la pantalla<br />
a todo un<br />
pueblo.<br />
El gran improvisador de otros<br />
tiempos se reúne ahora en una pequeña<br />
sala de te atro con un auditorio de jóvenes<br />
a leerles un resumen de sus últimas<br />
reflexiones —ya publicadas en la prensa—<br />
y en lugar de inducir aquel pavor que<br />
hacía temblar a los más bravos, provoca,<br />
en el mejor de los casos, una tierna compasión.<br />
Una joven periodis ta le hace una<br />
pregunta complaciente y le pide públicamente<br />
un deseo: “Déjeme darle un<br />
beso”. ¿Qué fue de aquel abismo que ninguna<br />
audacia se atrevía a saltar<br />
Habíamos empezado a recordarlo<br />
como algo del pasado, que era hasta u na<br />
forma noble de olvidarlo. Muchos estaban<br />
disponiéndose a perdonarle sus errores y<br />
fracasos para colocarlo en algún ceniciento<br />
pedestal de la historia del siglo XX, donde<br />
su rostro —retratado en su último mejor<br />
momento— ya aparecía junto a los muertos<br />
ilustres. De pronto ha salido a exhibir<br />
impúdicamente sus achaques y a anunciar<br />
el fin del mundo, como si quisiera convencernos<br />
de que la vida después de él<br />
carecerá de sentido.<br />
Durante las últimas semanas, aquel<br />
que fuera llamado el Uno, el Máximo Líder,<br />
el Caballo, o con el simple pronombre<br />
personal ÉL, se nos ha presentado despojado<br />
de su otrora carisma, para confirmarnos<br />
que aquel Fidel Castro —afortunadamente—<br />
ya no volverá, aunque por esta<br />
vez sea nuevamente noticia. {V}<br />
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