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ciones sobre las violaciones<br />
a los derechos individuales,<br />
libertades de expresión y<br />
otros demonios, que era mejor<br />
no despertar en estos<br />
tiempos convulsos. Luego,<br />
en análisis posteriores, todas<br />
las máscaras caerían y la ira<br />
institucional contra un periodista<br />
que se atrevió a ser<br />
consecuente consigo mismo<br />
saldría a flote plenamente,<br />
pero en las dos páginas de<br />
truculentas evidencias, mis<br />
textos solo figuraban como<br />
un argumento de quinta importancia<br />
al que solo de pasada<br />
se le mencionaba.<br />
Así pues, se me sancionaba<br />
por leer. Por leer lo<br />
que otras voces, lo mismo de<br />
dentro que de fuera de mi<br />
país, dicen sobre un centenar<br />
de aspectos políticos,<br />
culturales y sociales tan afines<br />
con el periodismo que<br />
practico como con la razón<br />
humana. Pero en esencia y<br />
sin maquillaje: me expulsan<br />
por leer lo que no debía. Por<br />
hacer justo aquello que los<br />
mayorales de los campos de<br />
caña prohibían bajo castigos<br />
violentos a los negros esclavos.<br />
Y también por hacer lo<br />
que el líder de la Revolución<br />
Cubana, Fidel Castro, promulgó<br />
cierta vez como una<br />
máxima del proceso. “Nosotros<br />
no le decimos al pueblo<br />
cree —dijo en aquel<br />
entonces—. Le decimos lee”.<br />
De regreso a la oficina<br />
rectora de la Emisora Radio<br />
Bayamo, terminada mi azarosa<br />
lectura, encuentro el<br />
mismo silencio, la misma<br />
atmósfera densa que no le<br />
permite a ninguno de los<br />
presentes decir palabra alguna,<br />
o sentirse siquiera<br />
cómodos. Le devuelvo el<br />
documento al Director, y<br />
este, obedeciendo a su planificación<br />
mental, pregunta:<br />
¿Tienes algo que decir<br />
No podría saber si me<br />
traiciona el gesto en mi exterior,<br />
pero internamente<br />
tengo que sonreír. De perplejidad.<br />
Por mi mente pasa<br />
a la velocidad de un rayo el<br />
recuerdo de tantos expulsados,<br />
de tantos censurados en<br />
la más reciente Historia de<br />
Cuba, la que no se estudia<br />
en ningún colegio de la Isla.<br />
Y no precisamente el recuerdo<br />
de un Virgilio Piñera o<br />
una María Elena Cruz Varela.<br />
Pienso en los hombres de<br />
arena, los desconocidos cuyas<br />
historias de abusos contra<br />
sus derechos, de represalias<br />
ejemplarizantes como<br />
esta, no se conocieron ni<br />
conocerán jamás.<br />
—Por supuesto que sí —digo,<br />
aunque en verdad no me<br />
siento con deseos de replicar.<br />
El tamaño de la injusticia,<br />
de la arbitrariedad, consigue<br />
a ratos dejarnos sin<br />
palabras.<br />
Pero hablo, finalmente.<br />
Por espacio de unos 20<br />
minutos. Hablo de violaciones<br />
y de la amnesia que al<br />
parecer seguía padeciendo<br />
mi país. El olvido de los resultados<br />
a los que métodos<br />
represivos como este nos<br />
habían llevado décadas<br />
atrás, y que no se blanqueaban<br />
dedicando ciclos de<br />
conferencias o publicando<br />
volúmenes sobre el vergonzante<br />
y al parecer inmortal<br />
Quinquenio Gris. Hablo de<br />
mis derechos a la información<br />
y a la libre expresión.<br />
Hablo de las lagunas legales<br />
que, sin ser jurista, podía<br />
detectar de una simple ojeada<br />
en aquel libelo acusador.<br />
Hablo sabiendo que mi catarsis<br />
comedida no es otra<br />
cosa que el derecho al pataleo<br />
del ahorcado. Y cuando<br />
termino, tras dos segundos<br />
de pausa, mi director se dirige<br />
al resto de los presentes:<br />
—¿Alguien quiere decir<br />
otra cosa<br />
Cabezas que se mueven<br />
en un sentido y en otro. Y<br />
para mi sorpresa, sin más intervención,<br />
da por concluido<br />
el encuentro, no sin antes<br />
informarme de los siete días<br />
hábiles que la ley me entrega<br />
para mi posible reclamación.<br />
Su voz sigue siendo plana.<br />
Sus gestos no han variado<br />
la displicencia con que<br />
me recibió, mientras conversaba<br />
por teléfono. Y yo pienso:<br />
lo terrible no es que queden<br />
directivos que cedan a<br />
la tentación de usar sus poderes<br />
de la forma más arbitraria<br />
y brutal. Lo terrible es<br />
que, como estoy seguro que<br />
hará hoy el Director Ernesto<br />
Douglas Bosch, consigan dormir<br />
en paz en las noches,<br />
junto a sus esposas y sus familias<br />
relativamente felices.<br />
—¿Usted no tiene nada<br />
que decirme —pregunto antes<br />
de ponerme de pie—. ¿No<br />
tiene nada que decir a lo<br />
que desde hace varios minutos<br />
he dicho en contrapartida<br />
a esta sanción<br />
Su respuesta, rígida,<br />
ahora sí implacable, le sale<br />
sin pensar:<br />
—Nada que decir. Te he<br />
escuchado, pero todo lo que<br />
debía decir está en el documento<br />
que tienes en las manos.<br />
Hemos terminado. Buenos<br />
días.<br />
En ese preciso instante,<br />
en el segundo en que miro a<br />
sus ojos impávidos detrás de<br />
cristales de aumento, comprendo<br />
que en los últimos momentos<br />
de esta reunión, sus<br />
oídos han estado clausurados<br />
a mi voz. Los de él y los de todos.<br />
Nadie me ha escuchado<br />
en este encuentro espectral.<br />
¿Por qué ¿Por maldad de este<br />
locutor erigido Director, cuya<br />
jovialidad rayaba a ratos en la<br />
falta de carácter y autoridad<br />
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