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Huracán - Revista Voces

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{ V/40 }<br />

$<br />

hasta que un día la hallé en El avaro de<br />

Molière, con una erudita nota al pie que decía<br />

que era un conocido refrán latino: “ede ut<br />

vivas, ne vivas ut edas”. En la obra, uno de los<br />

personajes, Valerio, le da lecciones al cocinero<br />

de Harpagón sobre cómo hacer una cena con<br />

poco dinero: “Habrá que dar cosas de las que<br />

se come poco y hartan al empezar... Unos<br />

buenos frijoles, algún pastel acompañado de<br />

castañas”. Método infalible: ¡un plato de<br />

frijoles negros!<br />

En cambio, la frase martiana que sí se<br />

podía leer en toda aula cubana era aquella que<br />

prescribía la finalidad que debía tener la<br />

cultura: la libertad. Ser cultos para ser libres.<br />

Cultura y libertad son términos tan<br />

inscritos en determinados repertorios<br />

contextuales que el apotegma martiano,<br />

anclado en una ahistoricidad eterna, apenas<br />

significa nada. Son dos de los conceptos más<br />

productivos heredados de las tecnologías de<br />

control de la Modernidad que, establecidos<br />

como absoluto, han escondido la ideología tras<br />

la que tales signos se hacen operativos. La<br />

creencia iluminista suponía un libre albedrío<br />

anclado en el saber, aunque hoy sabemos que<br />

justamente el “saber” es el dominio en el que<br />

se nos instituye como sujetos predeterminados,<br />

y el libre albedrío ha dejado de ser, hace<br />

mucho, una posibilidad tangible.<br />

En cualquier caso, y siguiendo a Foucault,<br />

la cultura es un espacio de intervención y<br />

resistencia −donde se ejerce la microfísica del<br />

poder−, justamente porque es el entramado<br />

donde se construyen los sistemas de<br />

identificación social. La libertad es más bien<br />

ese, aunque sea mínimo, momento de<br />

resistencia, de tensión permanente que nos<br />

hace constantemente movernos, como sujetos,<br />

hacia la aspiración absoluta pero siempre<br />

inalcanzable del poder: la inmovilidad. Y<br />

moviéndonos, cancelamos la definición<br />

perfecta.<br />

La resistencia −y la libertad− en el actual<br />

momento que vivimos pasa, en sentido<br />

estricto, o primario, por la resistencia del<br />

cuerpo. No hablo de la resistencia oficializada,<br />

aquella que se pide a cambio de hundimientos<br />

y holocaustos masivos, sino la resistencia<br />

cotidiana, la única que garantiza un mínimo de<br />

libertad, y que incluye, como estrategias, el<br />

cambalache, el mercado negro, la<br />

improvisación, el timo. La búsqueda de<br />

alternativas para encontrar modos de<br />

subsistencia y felicidad paralelas o<br />

compensatorias. Resistir y resolver. Resolver<br />

En cambio, sobrevivíamos expandiendo<br />

nuestra intensidad vital hasta límites<br />

insospechados. No renunciamos a las marchas,<br />

los desfiles, los bailes, el trabajo en el campo y<br />

el estudio. Resistíamos y le pedíamos al cuerpo<br />

que aguantara redoblados sacrificios: que no se<br />

nos desmayara, que no se nos “rajara”, que<br />

secundara nuestras cabezas enfebrecidas de<br />

proyectos y metas. El año 2000 era nuestro, y<br />

construiríamos una sociedad mejor y más<br />

preparada. Sin duda.<br />

La consunción era el ideal quijotesco de la<br />

izquierda revolucionaria, del intelectual<br />

soñador, de la vanguardia, de la bohemia<br />

transgresora. La panza distinguía a la burguesía<br />

acaparadora y pedestre de la refinada<br />

aristocracia; era, desde la época del texto<br />

cervantino, el símbolo de la bajeza y la<br />

ignorancia. Como le dice el hidalgo a su<br />

escudero: “Yo, Sancho, nací para vivir<br />

muriendo y tú para morir comiendo”. Vivir<br />

muriendo, morir viviendo, un retruécano<br />

demasiado conocido por los cubanos y cantado<br />

como himno de guerra.<br />

La Revolución usufructuó, a fuerza de los<br />

rigores en la alimentación, esta semiótica bien<br />

codificada. En aquellos años, la panza podía ser<br />

la huella de un desvío de recursos, de un<br />

enriquecimiento ilícito. Hoy es la marca<br />

corporal de los malos hábitos alimenticios, del<br />

regreso del pan, y la salsa abundante, mientras<br />

la Europa anoréxica presume de sus alimentos<br />

desgrasados.<br />

Recuerdo que en cierta ocasión, nos<br />

habían prometido que el cerdo del semestre le<br />

sería dado al grupo más destacado de la<br />

escuela para que sus integrantes hicieran una<br />

fiesta e invitaran a sus familiares. Prometer<br />

eso en 1993 era como anunciar un día en el<br />

paraíso con pasaje de ida y vuelta. El grupo<br />

elegido fue el nuestro, después de haber<br />

sobrecumplido todas las metas de la<br />

competición. Y los días anteriores a la fiesta,<br />

cancelaron las invitaciones de las familias<br />

−porque sólo los padres de la ciudad tendrían<br />

el privilegio de asistir− y poco a poco nos<br />

fueron dorando la píldora hasta que del cerdo<br />

apenas vimos las croquetas. Ante nuestras<br />

protestas, el director dijo aquellas palabras<br />

que nos hundieron en la vergüenza:<br />

“¡discutiendo por un plato de empellas!”, y<br />

acotó: “El verdadero revolucionario no vive<br />

para comer, sino que come para vivir”.<br />

Juro que aquella frase la repetí muchas<br />

veces como talismán contra la gula. Y la<br />

busqué por la obra martiana sin encontrarla,

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