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LIBERATOR GERMANIAE.indd - Ediciones B

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Livia, eso no parecía del todo claro. Su interés por alejar a Antonia<br />

momentáneamente de la vida pública había disminuido<br />

con el crecimiento de Germánico. Tras la muerte de Drusus, Antonia<br />

había tenido la sensación de que, junto al dolor por el fallecimiento<br />

de su hijo, Livia sentía un extraño alivio. Por fin Livia<br />

había acogido a Antonia en el palacio imperial y había<br />

fomentado las atenciones de sus nietos, pues Augusto mostraba<br />

tanta devoción por Germánico como rechazo por el pequeño<br />

Claudio.<br />

Aquella mañana lluviosa, Germánico cargaba con una ánfora<br />

llena de vino puro, lugareño, conocido como gaurum,<br />

por el que Antonia había tenido que pagar una considerable<br />

suma. Llegaron hasta una tosca ágora ribeteada por soberbios<br />

laureles. Allí los sacerdotes del oráculo aceptaron el buey<br />

blanco, ataviado con un dogal de metal y con los cuernos recubiertos<br />

de oro, de los que colgaban guirnaldas. Llegaron a<br />

la espesura de pinos y el sendero condujo al séquito hasta un<br />

pequeño templo tras el cual aparecían las ominosas cicatrices<br />

volcánicas de un risco escarpado. Allí mismo debía ser sacrificado<br />

el animal, en el nombre del dios, Apolo, y de su compañera,<br />

Artemisa.<br />

Antonia miraba a sus tres hijos mientras el martillo del matarife<br />

se dirigía hacia la cabeza del buey blanco. El golpe no acertó<br />

y el animal se reveló, a pesar de que parecía considerablemente<br />

dócil. El sacrificio fue aparatoso; alguien había olvidado<br />

colocar la hierba idónea en el pesebre del animal la noche anterior.<br />

Aquello no era como en Roma. Los sacrificios estatales en<br />

las grandes ocasiones estaban muy bien planificados; hacía años<br />

que los bueyes no se resistían a los deseos de Augusto, porque<br />

no había nada más embarazoso que tomar una importante decisión<br />

y dejar que los animales, a la hora de ser sacrificados, se<br />

resistiesen y cabeceasen, ofreciendo un impertinente espectáculo<br />

en medio de las solemnes ceremonias del consulado. En Roma<br />

era Augusto quien, a través del Colegio de Augures, había decidido<br />

que los dioses debían ser más contundentes si pretendían<br />

refutar sus decisiones. Eran necesarios rayos inesperados, lechuzas<br />

imprevisibles o signos de mayor valía. El princeps del Impe-<br />

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