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incluso, a ráfagas, a un convento quedo para lamerse lasheridas de la crítica teatral, para meditar y escribir sobre eltemor a la muerte. «¿Por qué. Señor, apenas presentido, / teme vas con un soplo misterioso / y te vuelvo a perder, desvanecido/ en la nube de un sueño vaporoso?» Estos versosde López Rubio, tan desconocidos, le acompañarían con susinterrogantes y sus dudas hasta la muerte. Apartado delmundo, parecía el Quevedo melancólico «desde !a Torre»,tan sagazmente estudiado por Darío Villanueva; «Retiradoen la paz de estos desiertos / con pocos, pero doctos librosjuntos, / vivo en conversación con los difimtos / y escuchocon mis ojos a los muertos».Sus últimos años los vivió el dramaturgo entre la esperanzay el nihilismo. Es el López Rubio que yo conocí y queocupó con tanta dignidad el sillón en el que tengo el honorde sucederle por la generosidad de los Académicos de laEspañola, a los que expreso mi agradecimiento profundo.Son tan escasos mis merecimientos literarios, tan corto miconocimiento del idioma, tan torpe y reducida mi palabra,que solo la admiración profunda que siento por el trabajorealizado desde hace tres siglos en esta Casa, podría explicarmi presencia aquí. Constituye un gozo que no sé cómoexteriorizar, la posibilidad de sumarme a las tareas de laReal Academia Española para aprender de los grandesmaestros que hoy la enriquecen.Educado, distante, grave, por encima de oropeles yvanidades, silencioso, meditador, asustado, incierto..., elLópez Rubio que yo traté ya no era aquel escritor español,joven y seguro, que cruzaba la esquina donde la violetera deChaplin vendía sus ramilletes en Luces de la Ciudad. Perfon

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