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cemos y apenas sospechamos / y ia carne que tienta con susfrescos racimos, / y la tumba que aguarda con sus fúnebresramos, / y no saber adonde vamos, / ni de dónde venimos.»No saber, como escribió Bécquer, «de dónde vengo, niadónde / mis pasos me llevarán». López Rubio se estremeciócuando su gran amigo Manuel Halcón decidió dar respuestaa uno de esos interrogantes. Aquel pistoletazo de ladesmemoria le estalló en los oídos. Quería creer, deseabaesperar. Pero no podía hacerlo. Como a Dámaso Alonso enHombre y Dios, le azotaba la duda y repetía a veces, «gimiendocomo un perro enfurecido», los versos atroces de Hijos de¡a ira, «preguntándole a Dios por qué se pudre lentamentemi alma / por qué se pudren más de im millón de cadáveresen esta ciudad de Madrid / por qué mil millones decadáveres se pudren lentamente en el mundo». En sus tremendosPoemas de la consumación, un Vicente Aleixandre,impregnado del mejor Shakespeare, escribe: «¿Dudar...?Quien duda, existe. Solo morir es ciencia». Porque el «dolorde vivir» se funda en la experiencia de «morir día a día».Y golpea Aleixandre con la desesperanza: «Y allí entre hierrosvemos la mentira final. La ya no vida». A López Rubioestos versos de la consumación le saltaban en lágrimas. Eraya durante los últimos meses de su vida un escritor por encimadel bien y del maL una pavesa que flotaba en la duda,un candil que se apagaba. Tocaba la muerte todos los díascon sus manos. Sobre aquel anciano digno y distante nadiefue capaz de derramar la fe suficiente para darle seguridadde que su vida se prolongaría en el más allá. La angustia dela duda le acompañó hasta el fin, un frío sábado del mesde marzo de 1996. Aquel día, rodeadas de los altivos ester-13

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