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Nº 5 - Noviembre 2016

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El balcón del Savoy<br />

De joven acostumbraba ir a bailar al hermoso Salón que el Hotel<br />

Savoy tenía en su planta baja, y que aún hoy tiene, aunque ya no funciona<br />

más como salón de baile. Ahora es una elegante confitería.<br />

Iba los sábados, porque era el día en que mi trabajo de periodista<br />

me lo permitía, por ser un día en que las noticias escaseaban. A pesar de<br />

que, a veces, sacaba alguna nota social de allí.<br />

Había, en la pared frontal posterior del salón, a unos dos metros y<br />

medio del piso, un palco, que así se llamaba, donde una orquesta de música<br />

melódica (o característica, como se le decía) alternaba con otra de<br />

tangos (o típica), el espacio de ese susodicho palco. Éste palco tenía un<br />

bonito balcón art-nouveau de hierro forjado que todavía está pero de<br />

adorno, ya que una falsa pared cierra la parte profunda donde funcionaba<br />

la orquesta.<br />

En la orquesta característica, que es por la cual me había hecho habitué<br />

del lugar, tocaba el violín una señorita que, para mí, era la personificación<br />

del amor, de la delicadeza y la dulzura.<br />

Yo estaba perdidamente enamorado de ella y la consideraba mi<br />

amor imposible. Tanto me gustaba que soñaba con ella. Tan frágil, tan<br />

etérea, que ni en mis sueños me atrevía a tocar.<br />

Pero, cómo todo en la vida es factible de realizarse, basta poner el<br />

empeño, el deseo y la energía suficiente. Ocurrió que un día en que la orquesta<br />

característica estaba en su momento de descanso, ella estaba allí,<br />

al borde de la pista, esperando que alguien la saque a bailar un tango.<br />

Yo el tango nunca lo supe bailar muy bien, pero era tanto el deseo<br />

que tenía de acercarme a ella y tenerla entre mis brazos, que me animé.<br />

No sabía qué decirle ni cómo iniciar la conversación. Comencé diciendo:<br />

“Yo me llamo Alfredo... ¿y usted?” Ella, aburrida: “Yo... Clarisa, y<br />

me gustaría saber qué es lo que usted pretende. Aturullado, le contesté:<br />

“Nada. Simplemente... conocerla. Saber de su vida, sus sueños, sus ilusiones,<br />

sus…”. Ella me interrumpió: “Mirá pibe, a esta altura de la vida ilusiones<br />

ya no tengo y mi único sueño es poder morfar todos los días y poder<br />

llevar a casa el mango para mantener a mi viejita. Así que si querés salir<br />

conmigo son quinientos mangos”.<br />

De más está decir que, a pesar de que no bebo, esa noche me emborraché.<br />

Alberto Carrillo<br />

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