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Un dios solitario y otros relatos - Agatha Christie

Agatha Christie, la «reina del crimen» original, es aún la mayor y más conocida autora de literatura policiaca clásica. Su novela más famosa, y posiblemente la novela policiaca más famosa jamás escrita, es El asesinato de Rogelio Ackroyd (1926), que escandalizó a los críticos y, por esa misma razón, le sirvió para colocarse entre los principales autores del género. Resolvió aquel caso Hércules Poirot, exmiembro de la policía belga y protagonista en el futuro de 33 novelas, incluidas Asesinato en el Orient Express (1930), El misterio de la guía de ferrocarriles (1936), Cinco cerditos (1942), Después del funeral (1953), Las manzanas (1969) y Telón (1975). Entre sus detectives, Agatha Christie sentía especial predilección por Miss Jane Marple, una anciana solterona que apareció en 12 novelas, incluidas Muerte en la vicaría (1930), Un cadáver en la biblioteca (1942), Un puñado de centeno (1953), Misterio en el Caribe (1964) y su continuación Némesis (1971), y por último Un crimen dormido (1976), que como Telón había sido escrita durante el bombardeo alemán de Londres casi cuarenta años antes. Y entre las 21 novelas en que no figuran ninguno de los detectives habituales de Agatha Christie se encuentran Diez negritos (1939) —en la que ni siquiera hay detective—, La casa torcida (1949), Inocencia trágica (1959) y Noche eterna (1967).

Agatha Christie, la «reina del crimen» original, es aún la mayor y más conocida
autora de literatura policiaca clásica. Su novela más famosa, y posiblemente la novela
policiaca más famosa jamás escrita, es El asesinato de Rogelio Ackroyd (1926), que
escandalizó a los críticos y, por esa misma razón, le sirvió para colocarse entre los
principales autores del género. Resolvió aquel caso Hércules Poirot, exmiembro de la
policía belga y protagonista en el futuro de 33 novelas, incluidas Asesinato en el
Orient Express (1930), El misterio de la guía de ferrocarriles (1936), Cinco cerditos
(1942), Después del funeral (1953), Las manzanas (1969) y Telón (1975). Entre sus
detectives, Agatha Christie sentía especial predilección por Miss Jane Marple, una
anciana solterona que apareció en 12 novelas, incluidas Muerte en la vicaría (1930),
Un cadáver en la biblioteca (1942), Un puñado de centeno (1953), Misterio en el
Caribe (1964) y su continuación Némesis (1971), y por último Un crimen dormido
(1976), que como Telón había sido escrita durante el bombardeo alemán de Londres
casi cuarenta años antes. Y entre las 21 novelas en que no figuran ninguno de los
detectives habituales de Agatha Christie se encuentran Diez negritos (1939) —en la
que ni siquiera hay detective—, La casa torcida (1949), Inocencia trágica (1959) y
Noche eterna (1967).

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también natural que dispusiese de poco tiempo para él. Por otra parte, contaba con su<br />

viejo amigo Tom Hurley. Tom había contraído matrimonio con una muchacha bonita,<br />

alegre e inteligente, una muchacha muy enérgica y práctica a quien Frank temía en<br />

secreto. Jovialmente le decía que no debía convertirse en un solterón avinagrado y<br />

con frecuencia le presentaba «chicas simpáticas»; ellas persistían en la relación por<br />

un tiempo y luego lo dejaban por imposible.<br />

Y sin embargo, Frank no era una persona insociable. Anhelaba compañía y<br />

comprensión, y desde su regreso a Inglaterra había ido tomando conciencia de su<br />

creciente desánimo. Había estado lejos demasiados años, y no sintonizaba con los<br />

nuevos tiempos. Pasaba días enteros deambulando sin rumbo, preguntándose qué<br />

hacer con su vida.<br />

<strong>Un</strong>o de esos días entró en el Museo Británico. Le interesaban las curiosidades<br />

asiáticas, y así fue como descubrió por azar al <strong>dios</strong> <strong>solitario</strong>. Su encanto lo cautivó al<br />

instante. Allí había algo vagamente afín a él, alguien extraviado también en una tierra<br />

extraña. Comenzó a frecuentar el museo con el único propósito de contemplar aquella<br />

figurilla gris de piedra, expuesta sobre la alta repisa en su oscuro rincón.<br />

Aciaga suerte la suya, pensaba. Probablemente en otro tiempo era el centro de<br />

atención, abrumado siempre con ofrendas, reverencias y demás.<br />

Había empezado a creerse con tales derechos sobre su menguado amigo<br />

(equivalentes casi a un verdadero sentido de propiedad) que en un primer momento le<br />

molestó ver que el pequeño <strong>dios</strong> había logrado una segunda conquista. Aquel <strong>dios</strong><br />

<strong>solitario</strong> lo había descubierto él; nadie, consideraba, tenía derecho a entrometerse.<br />

Pero una vez mitigada la indignación inicial, no pudo menos que sonreír. Pues<br />

aquella segunda adoradora era una criatura menuda, ridícula y lastimosa en extremo,<br />

vestida con un raído abrigo negro y una falda que había conocido tiempos mejores.<br />

Era joven —tendría poco más de veinte años, calculó—, de cabello rubio y ojos<br />

azules, y un melancólico mohín se dibujaba en sus labios.<br />

El sombrero que llevaba le llegó al corazón de manera especial. Saltaba a la vista<br />

que lo había adornado ella misma, y era tal su valeroso intento de parecer elegante<br />

que su fracaso resultaba patético. Era sin duda una dama, pero una dama ida a menos,<br />

y Frank concluyó de inmediato que trabajaba de institutriz y estaba sola en el mundo.<br />

Pronto averiguó que visitaba al <strong>dios</strong> los martes y viernes, siempre a las diez de la<br />

mañana, en cuanto abría el museo. Al principio le disgustó su intrusión, pero poco a<br />

poco se convirtió en uno de los principales intereses de su monótona vida. A decir<br />

verdad, su compañera de veneración empezaba a desbancar al objeto venerado en su<br />

preeminente posición. Los días que no veía a la «Pequeña Dama Solitaria», como él<br />

la llamaba en sus pensamientos, se le antojaban vacíos.<br />

Quizá también ella experimentaba igual interés en él, pero se esforzaba en<br />

disimularlo bajo una calculada actitud de indiferencia. Con todo, un sentimiento de<br />

compañerismo se forjó gradualmente entre ellos, pese a que aún no habían cruzado<br />

palabra. El verdadero problema era en realidad la timidez de Frank. En sus adentros<br />

www.lectulandia.com - Página 63

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