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Una historia irreal
—Oye ya, ¿qué estoy haciendo aquí? Déjenme
ir. No he hecho nada malo, doc.
—Usted saber perfectamente porqué está internado
aquí.
—Pero si no he hecho nada malo.
—¿Nada malo? ¿Le gustaría explicarme qué fue
lo que ha hecho exactamente para acabar aquí?
—Ah, bueno, si tanto insiste, pero le advierto
que este relato será muy largo. Tiene que ver
con un asunto familiar, remontado hace mucho,
mucho tiempo, en la antigua Vietnam.
—Espere, creo que no me ha entendido, no es
necesario…
—Como estaba diciendo, ocurrió en la antigua
Vietnam, cuando todo estaba plagado de
hombres blancos y todavía había reyes. Yo tenía
una abuelita de allí, una mocosa que apenas
se le cayeron dos dientes. Era muy curiosa
y siempre jugaba por las calles de la ciudad con
su perro, Clifort, o un nombre así, no me acuerdo.
—Señor, Clifort es de una serie animada para
niños…
—No me interrumpa, doc. Dije que no estaba
seguro si era ese u otro. Como sea, uno de
esos días un vendedor extraño se le acercó y
le preguntó: “Oye niña, ¿deseas una apetitosa
manzana?”. Y ella claramente aceptó, porque
no todos los días un desconocido te ofrecía
alguna fruta gratis, y en ese entonces todos
eran pobres, se morían de hambre. Para ella
era como recibir en estos días un dulce de parte
de un extraño en medio de la calle.
—Nadie hace eso…
—Entonces el mercader le entregó a mi abuelita
una manzana grande, redonda y anaranjada.
—¿Anaranjada? Las manzanas no son de ese
color. Debe referirse a una…
—Que no me interrumpa, doc. Bueno, así que
mi abuelita se fue a su casa con toda la alegría
del mundo por recibir su manzana. Pero, ya en
su casita, apenas le dio un mordisco, sus dientes
chocaron con la dura piel de la fruta, casi
rompiéndose un diente. “Oye, esto no es una
manzana”, dijo mi abuelita. No sabía qué era,
así que, cuando su mamá vino a la casa, ella
le preguntó acerca del dilema de la manzana.
“¡Pero mija”, dijo la mamá de mi abuelita, “pero
si está hecha de oro!”. Fue tan grande su alegría
que no pudo evitar llevar la fruta al mercado
y hacerse su fortuna con ella.
—¿Manzanas de oro? Señor, dudo mucho que
alguien entregue esas cosas por las calles a niños,
y mucho menos…
—Años después, cuando mis antepasados vivían
como reyes con su nueva fortuna, y mi
abuelita ya era una mujercita desarrollada,
un pajarraco llegó a la casa gritando: “¡Wuaa!
¡Su hija ha sido maldecida, wuaaa! ¡Deben entregarla
antes de la media noche, wuaa!”. Sin
cuestionar ni un segundo aquellas sabias palabras
del ave mágica, la mamá de mi abuelita
tuvo que abandonarla en medio del bosque,
sola y sin dinero, esperando a que su maldición
se esfumara. Fue a su encuentro un vampiro,
uno de esos seres pálidos de grandes ojeras
que chupan sangre y tienen ese acento extraño
que nadie les entiende. “¡Vendrás conmigo,
esclava!”, le dijo a mi abuelita, pero ella luchó
con ferocidad contra la bestia para recuperar
su libertad. La pelea produjo tanto ruido que
llamaron la atención a un lugareño del bosque,
quien atendió al llamado de auxilio y venció al
malvado vampiro. Ambos escaparon, y volvieron
junto a la casa de mi abuelita, y en forma
de agradecimiento dejaron que el lugareño
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