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hubiera sido una estatua familiar o parte de la sombra y el lustre de un viejo<br />
árbol. Una vez, una niña de perfecta belleza con delantal de tarlatán, apoyó con<br />
estrépito su pie pesadamente armado a mi lado, sobre el banco, para deslizar<br />
sobre mí sus delgados brazos desnudos y ajustar la correa de su patín, y yo me<br />
diluí en el sol, con mi libro como hoja de higuera, mientras sus rizos castaños<br />
caían sobre su rodilla despellejada, y la sombra de las hojas que yo compartía<br />
latía y se disolvía en su pierna radiante, junto a mi mejilla camaleónica. Otra vez,<br />
una pelirroja se asió de la correa en el subterráneo y una revelación de rubio<br />
vello axilar quedó en mi sangre durante semanas. Podría enumerar una larga<br />
serie de esas diminutas aventuras unilaterales. Muchas acababan en un intenso<br />
sabor de infierno. Ocurría, por ejemplo, que desde mi balcón distinguía una<br />
ventana iluminada a través de la calle y lo que parecía una nínfula en el acto de<br />
desvestirse ante un espejo cómplice. Así aislada, a esa distancia, la visión<br />
adquiría un sutilísimo encanto que me hacía precipitar hacia mi solitaria<br />
gratificación. Pero repentinamente, aviesamente, el tierno ejemplar de desnudez<br />
que había adorado se transformaba en el repulsivo brazo desnudo de un hombre<br />
que leía su diario a la luz de la lámpara, junto a la ventana abierta, en la noche<br />
cálida, húmeda, desesperada del verano.<br />
Saltos sobre la cuerda; rayuela. La anciana de negro que estaba sentada a<br />
mi lado, en mi banco, en mi deleitoso tormento (una nínfula buscaba a tientas,<br />
debajo de mí, un guijarro perdido), me preguntó si me dolía el estómago. ¡Bruja<br />
insolente! Ah, dejadme solo en mi parque pubescente, en mi jardín musgoso.<br />
Dejadlas jugar en torno a mí para siempre. ¡Y que nunca crezcan!<br />
6<br />
A propósito: me he preguntado a menudo qué se hizo después de esas<br />
nínfulas. En este mundo hecho de hierro forjado, de causas y efectos<br />
entrecruzados, ¿podría ocurrir que el oculto latido que les robé no afectara su<br />
futuro? Yo la había poseído, y ella nunca lo supo. Muy bien. Pero; ¿eso no habría<br />
de descubrirse en el futuro? Implicando su imagen en mi voluptuosidad, ¿no<br />
interfería yo su destino? ¡Oh, fuente de grande y terrible obsesión!<br />
Sin embargo, llegué a saber cómo eran esas nínfulas encantadoras,<br />
enloquecedoras, de brazos frágiles, una vez crecidas. Recuerdo que caminaba un<br />
día por una calle animada en un gris ocaso de primavera, cerca de la Madeleine.<br />
Una muchacha baja y delgada pasó junto a mí con paso rápido y vacilante sobre<br />
sus altos tacones. Nos volvimos para mirarnos al mismo tiempo. Ella se detuvo.<br />
Me acerqué. Tenía esa típica carita redonda y con hoyuelos de las muchachas<br />
francesas, y apenas me llegaba al pelo del pecho. Me gustaron sus largas<br />
pestañas y el ceñido traje sastre que tapizaba de gris perla su cuerpo joven, en<br />
el cual aún subsistía –eco nínfico, escalofrío de deleite– algo infantil que se<br />
mezclaba con el frétillement de su cuerpo. Le pregunté su precio, y respondió<br />
prontamente, con precisión melodiosa y argentina (¡un pájaro, un verdadero<br />
pájaro!) Cent. Traté de regatear, pero ella vio el terrible, solitario deseo en mis<br />
ojos bajos, dirigidos hacia su frente redonda y su sombrero rudimentario (una<br />
banda, un ramillete), batiendo las pestañas dijo: Tant pis, y se volvió como para<br />
marcharse. ¡Apenas tres años antes, quizá, podía haberla visto, camino de su<br />
casa, al regresar de la escuela! Esa evocación resolvió las cosas. Me guió por la<br />
habitual escalera empinada, con la habitual campanilla para el monsieur al que<br />
quizás no interesaba un encuentro con otro monsieur, el lúgubre ascenso hasta<br />
el cuarto abyecto, todo cama y bidet. Como de costumbre, me pidió de inmediato<br />
su petit cadeau, y como de costumbre le pregunté su nombre (Monique) y su