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penetrado y, supongo, lavado por un viento sibilante; sentado sobre una piedra,<br />

bajo un cielo absolutamente translúcido (a través del cual, sin embargo, no se<br />

vislumbraba nada de importancia), me sentía curiosamente alejado de mi propio<br />

yo. Ninguna tentación me enloquecía. Las rotundas y grasientas niñas<br />

esquimales, con su olor a pescado, su horrible pelo de cuervo y sus caras de<br />

cobayos, despertaban en mí menos deseos que la doctora Johnson. No existen<br />

nínfulas en las regiones polares.<br />

Dejé a quienes me aventajaban en ello el cuidado de analizar ventisqueros<br />

y aluviones, y durante algún tiempo procuré anotar lo que candorosamente<br />

tomaba por «reacciones» (advertí, por ejemplo, que bajo el sol de medianoche<br />

los sueños tienden a ser de vivos colores, y mi amigo el fotógrafo me lo<br />

confirmó). Además, se suponía que debía asesorar a mis diversos compañeros<br />

sobre cierto número de asuntos importantes, tales como la nostalgia, el temor de<br />

animales desconocidos, las fantasías culinarias, las emisiones nocturnas, las<br />

aficiones, la elección de programas radiofónicos, los cambios de perspectivas,<br />

etcétera. Todos se hartaron a tal punto de ello que pronto abandoné el proyecto<br />

por completo, y sólo hacia el fin de mis veinte meses de trabajo frío (como uno<br />

de los botánicos lo llamó jocosamente) pergeñé un informe perfectamente<br />

espurio y muy chispeante que el lector encontrará publicado en los Anales de<br />

Psicofísica del Adulto, de 1945 ó 1946, así como en el ejemplar de Exploraciones<br />

árticas dedicado a esa expedición. La cual, en suma, no tenía una verdadera<br />

relación con el cobre de la isla Victoria ni con nada parecido, como hube de<br />

enterarme por mi afable doctor, pues la índole del verdadero propósito de la<br />

exploración era de las llamadas «archisecretas»; así permítaseme agregar tan<br />

sólo que, sea como fuere, dicho propósito se logró admirablemente.<br />

El lector lamentará saber que poco después de mi regreso a la civilización,<br />

tuve otro ataque de locura (si puede aplicarse ese término cruel a la melancolía y<br />

a una sensación de angustia insoportable). Debo mi completa recuperación a un<br />

descubrimiento que hice en ese mismo y carísimo sanatorio. Descubrí que había<br />

una fuente inagotable de placer en jugar con los psiquiatras: consistía en<br />

guiarlos con astucia, cuidando de que no se enteraran de que conocía todas las<br />

tretas de su oficio, inventándoles sueños elaborados, de estilo puramente clásico<br />

(que los hacían soñar y despertarse a gritos a ellos mismos, los extorsionistas de<br />

sueños), burlándolos con fingidas «escenas primitivas», ocultándoles siempre el<br />

menor vislumbre de la propia condición sexual. Soborné a una enfermera para<br />

tener acceso a los ficheros y descubrí con regocijo una tarjeta en que se me<br />

describía como «homosexual en potencia» e «impotente total». El deporte era<br />

tan bueno y sus resultados –en mi caso– tan rotundos que me quedé todo un<br />

mes después de haber sanado (dormía admirablemente y comía como una<br />

colegiala). Y hasta agregué otra semana sólo por el placer de habérmelas con un<br />

poderoso recién llegado, una celebridad desplazada y sin duda trastornada,<br />

conocida por su destreza para hacer creer a los pacientes que habían asistido a<br />

su propia concepción.<br />

10<br />

Cuando me dieron de alta busqué un sitio en la campiña de Nueva<br />

Inglaterra o una aldea soñoliente (olmos, iglesia blanca) donde pasar un verano<br />

estudioso, acrecentando las notas que ya colmaban un cajón y bañándome en<br />

algún lago cercano. Mi trabajo volvía a interesarme –me refiero a mis esfuerzos<br />

de erudición–; lo demás, mi participación activa en los perfumes póstumos de mi<br />

tío, se había reducido al mínimo.

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