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Lolita por la casa–, y me sentía unido a él, a su fealdad y suciedad mismas, por<br />
una relación emocional. Y ahora sentía casi que el desdichado habitáculo se<br />
estremecía en su temor al baño de masilla y pintura que Charlotte pensaba<br />
darle. Nunca fue tan lejos, gracias a Dios, pero gastó energías tremendas<br />
lavando visillos, encerando persianas venecianas, comprando nuevos visillos y<br />
nuevas persianas, devolviéndolas a la tienda, reemplazándolas por otras,<br />
etcétera, en un constante claroscuro de sonrisas y ceños fruncidos, dudas y<br />
malhumores. Chapaleaba en cretonas y chinzes, cambiaba los colores del sofá (el<br />
sagrado sofá donde una burbuja paradisíaca había estallado en mí). Cambió de<br />
lugar los muebles y se mostró encantada al descubrir en un tratado doméstico<br />
que «es posible separar un par de sofás y sus lámparas respectivas».<br />
Juntamente con los autores de Tu casa eres tú, desarrolló un odio tremendo<br />
contra cierto tipo de sillas y mesas pequeñas. Creía que un cuarto con una<br />
profusión generosa de vidrio y recios paneles de madera era un ejemplo del tipo<br />
de cuarto masculino, mientras que el femenino se caracterizaba por las ventanas<br />
y el maderamen más leves. Las novelas que la veía leer en la época de mi<br />
llegada fueron reemplazadas por catálogos ilustrados y guías domésticas.<br />
Encargó en una tienda situada en la calle Roosevelt, 4640, Filadelfia, un «colchón<br />
con forro de damasco» para nuestro lecho matrimonial (aunque el colchón viejo<br />
me parecía bastante resistente y duradero para el peso que debía soportar).<br />
Su medio natural era el oeste –como el de su difunto marido– y todavía no<br />
había visto bastante en la recatada Ramsdale, la perla de un estado del este,<br />
para conocer a todas las personas inobjetables. Conocía superficialmente al jovial<br />
dentista que vivía en una especie de castillo desvencijado de madera, detrás de<br />
nuestro jardín. Durante un té en la iglesia había conocido a la mujer del dueño<br />
del horror «colonial» situado en la esquina de la avenida. De cuando en cuando,<br />
se visitaba con la señorita Vecina; pero la mayoría de las matronas patricias que<br />
Charlotte visitaba o encontraba en las funciones al aire libre o a quienes<br />
telefoneaba –damas tan exquisitas como la señora Glave, la señora Sheridan, la<br />
señora MacCrystal, la señora Knigth y otras–, muy pocas veces visitaban a mi<br />
olvidada esposa. En verdad, la única pareja con la cual tenía relaciones de<br />
verdadera cordialidad, desprovista de toda arrière-pensée o intenciones<br />
prácticas, eran los Farlow, que acababan de volver de un viaje de negocios a<br />
Chile justo a tiempo para asistir a nuestra boda, con los Chatfield, los McCoo y<br />
unos pocos más (pero no la señora Jork o la Talbot, más orgullosa todavía). John<br />
Farlow era un hombre de edad media, apacible, apaciblemente atlético,<br />
apaciblemente afortunado en su corretaje de artículos deportivos, que tenía una<br />
oficina en Parkington, a cuarenta millas de Ramsdale: fue él quien me dio los<br />
cartuchos para el Colt y me enseñó a usarlo, durante una excursión dominical<br />
por el bosque. Además, era lo que él mismo llamaba un abogado ocasional y<br />
había manejado algunos negocios de Charlotte. Jean, su joven mujer (y prima<br />
hermana), era una muchacha de miembros largos y anteojos de arlequín, con<br />
dos perros boxer, dos pechos puntiagudos y una gran boca roja. Pintaba –<br />
paisajes y retratos– y recuerdo nítidamente que alabé, mientras bebíamos unos<br />
cocktails, el retrato que había hecho de una sobrina suya, la pequeña Rosaline<br />
Honeck, un encanto de uniforme de girl-scout, con birrete verde, cinturón verde,<br />
encantadores rizos hasta los hombros. Y John dijo que era una lástima que Dolly<br />
(mi Lolita) y Rosaline se llevaran tan mal en la escuela pero que esperaba<br />
regresaran del campamento. Hablamos de la escuela. Tenía sus defectos, tenía<br />
sus virtudes.<br />
—Desde luego, casi todos los comerciantes son aquí italianos –dijo John–,<br />
pero por otro lado...