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voz de contralto de la señora Haze, que inclinada sobre el pasamanos preguntó<br />

melodiosamente: «¿Es monsieur Humbert?» La ceniza de un cigarrillo cayó como<br />

rúbrica. Después, la propia dama fue bajando los escalones en este orden:<br />

sandalias, pantalones pardos, blusa de seda amarilla, cara cuadrada. Con el<br />

índice seguía golpeando el cigarrillo.<br />

Creo que lo mejor será describirla desde ahora, para acabar con ello. La<br />

pobre señora estaba entre los treinta y los cuarenta, tenía la frente brillante,<br />

cejas depiladas y rasgos muy simples, pero no sin atracción, de un tipo que<br />

podía definirse como una copia mala de Marlene Dietrich. Palmeándose las<br />

asentaderas, me guió hasta el saloncito y hablamos un minuto sobre el incendio<br />

de McCoo y el privilegio de vivir en Ramsdale. Sus enormes ojos color verde mar<br />

tenían una curiosa manera de viajar sobre mí, evitando cuidadosamente mis<br />

propios ojos. Su sonrisa consistía apenas en levantar una ceja enigmática;<br />

estirándose desde el sofá donde hablaba, sacudía espasmódicamente su cigarrillo<br />

sobre tres ceniceros y la chimenea vecina (donde yacía el pardusco centro de<br />

una manzana roída). Era a todas luces una de esas mujeres cuyas cumplidas<br />

palabras pueden reflejar un club del libro, o un club de bridge, o cualquier otro<br />

mortal convencionalismo, pero nunca su alma; mujeres desprovistas por<br />

completo de humorismo; mujeres absolutamente indiferentes, en el fondo, a la<br />

docena de temas posibles para una conversación en una sala, pero muy<br />

cuidadosas sobre las normas de tal conversación, a través de cuyo luminoso<br />

celofán pueden distinguirse sin esfuerzo apetitosas frustraciones. Yo tenía clara<br />

conciencia de que si por una maldita casualidad llegaba a ser su huésped, ella se<br />

conduciría metódicamente según su propia concepción del hospedaje, y yo me<br />

vería otra vez atrapado en una de esas tediosas aventuras que tan bien conocía.<br />

Pero no había peligro de que me quedara allí. No podía ser feliz en ese tipo<br />

de casa, con revistas manoseadas sobre cada silla y una especie de abominable<br />

hibridación entre la comedia de los llamados muebles funcionales modernos y la<br />

tragedia de mecedoras decrépitas y mesas de luz desvencijadas y bombillas<br />

fundidas. Me guió escaleras arriba, hasta «mi» cuarto. Lo inspeccioné a través de<br />

la bruma de mi rechazo, pero discerní sobre «mi cama» «La sonata de Kreutzer»,<br />

de René Prinet. ¡Y llamaba a ese cuarto de sirvienta un «semiestudio»!<br />

¡Salgamos de aquí en el acto!, me dije con firmeza mientras fingía considerar el<br />

precio ridículo y ominosamente bajo que mi voluntariosa huéspeda me pedía por<br />

cuarto y pensión.<br />

Pero mi cortesía europea me obligó a sobrellevar la ordalía. Cruzamos el<br />

descanso de la escalera hacia el ala derecha de la casa, donde «Yo y Lo tenemos<br />

nuestros cuartos» (Lo debía de ser la criada), y la huéspeda-amante apenas<br />

pudo ocultar un estremecimiento cuando concedió al melindroso individuo un<br />

examen del único cuarto de baño, minúsculo y oblongo, entre el descanso y el<br />

cuarto de «Lo», con objetos blandos y mojados colgando sobre la dudosa bañera<br />

(con el signo de interrogación de un pelo en su interior); allí estaban la previsible<br />

serpiente de goma y su complemento, una cubierta rosada que tapaba<br />

tímidamente el retrete.<br />

«Veo que no se siente usted favorablemente impresionado», dijo la dama<br />

apoyando un instante su mano sobre mi manga. Combinaba un frío atrevimiento<br />

–el exceso de lo que se llama «aplomo»– con una timidez y una tristeza que<br />

hacían tan artificial la nitidez con que elegía sus palabras como la entonación de<br />

un profesor de «dicción». «Confieso que ésta no es una casa muy... pulcra –<br />

continuó la condenada–, pero le aseguro (y me miró los labios) que estará usted<br />

muy cómodo, muy cómodo en verdad... Permítame que le muestre el jardín»<br />

(dijo estas últimas palabras con más ánimo y con una especie de atracción sim-

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