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mi presa), se deslizó del sofá y saltó sobre sus pies –sobre su pie, más bien–<br />

para atender el teléfono, que sonaba con estrépito formidable y que, en cuanto a<br />

mí, podía seguir sonando durante siglos. Con el tubo en una mano, pestañeando,<br />

las mejillas encendidas y el pelo revuelto, paseando sobre mí y los muebles una<br />

mirada igualmente ausente, mientras hablaba o escuchaba (a su madre, que le<br />

decía que fuera a almorzar con ella a casa de los Chatfield –ni Lo ni Humbert<br />

sabían qué embrollo estaba preparando Haze–), golpeaba el borde de la mesa<br />

con la zapatilla que tenía en la otra mano. ¡Bendito sea Dios, no había advertido<br />

nada!<br />

Con un pañuelo de seda multicolor sobre el cual se detuvieron al pasar, sus<br />

ojos de oyente, me sequé el sudor de la frente y, sumergido en una euforia de<br />

abandono, recompuse mis vestiduras reales. Ella seguía al teléfono, discutiendo<br />

con su madre (mi Carmencita quería que la llevaran en automóvil) cuando subí<br />

las escaleras cantando cada vez más fuerte para provocar un diluvio de agua<br />

humeante y rugiente en la bañera.<br />

Ahora puedo recordar también las palabras de esa canción, que, según<br />

creo, nunca supe muy bien:<br />

Esta noche en tu puerta,<br />

mi Carmencita,<br />

bajo el cielo y la luna<br />

nos pelearemos.<br />

Tarlatán amarillo<br />

y arroz con leche.<br />

La cabeza me duele<br />

de ser tu amante.<br />

El fusil alevoso<br />

que ha de matarte,<br />

en el puño lo llevo,<br />

no he de soltarlo.<br />

(Supongo que tomó su treinta y dos y le metió una bala entre los ojos a su<br />

muñeca).<br />

14<br />

Almorcé en la ciudad: hacía años que no sentía tanta hambre. Cuando<br />

volví a mi vagabundeo, la casa seguía sin Lolita. Pasé la tarde pensando,<br />

proyectando, dirigiendo dichosamente mi experiencia de la mañana.<br />

Me sentía orgulloso de mí mismo. Había hurtado la miel de un espasmo sin<br />

perturbar la moral de una menor. No había hecho el menor daño. El mago había<br />

echado leche, melaza, espumoso champaña en el blanco bolso nuevo de una<br />

damita, y el bolso estaba intacto. Así había construido, delicadamente, mi sueño<br />

innoble, ardiente, pecaminoso, pero Lolita estaba a salvo, y también yo. Lo que<br />

había poseído frenéticamente, cobijándolo en mi regazo, empotrándolo, no era<br />

ella misma, sino mi propia creación, otra Lolita fantástica, acaso más real que<br />

Lolita. Una Lolita que flotaba entre ella y yo, sin voluntad ni conciencia, sin vida<br />

propia.<br />

La niña no sabía nada. No le había hecho nada. Y nada me impedía repetir<br />

una maniobra que la había afectado tan poco, como si hubiera sido ella una<br />

imagen fotográfica titilando sobre una pantalla, y yo un humilde encorvado que<br />

se atormentaba a sí mismo en la oscuridad. La tarde siguió fluyendo, en maduro

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