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Ése era el lío. Recuerdo que llegué a la plaza de estacionamiento y bombee<br />
un chorro de agua con gusto a herrumbre y la bebí ávidamente, como si hubiera<br />
podido darme sabiduría mágica, juventud, libertad, una concubina menuda.<br />
Durante un instante, envuelto en mi bata púrpura, meciendo mis pies en el aire,<br />
me senté en el filo de una mesa rústica, bajo los pinos. No muy lejos, dos<br />
doncellitas con pantalones cortos y corpiños salieron de una letrina salpicada por<br />
el sol y con un letrero que decía: «Damas». Mascando su chicle, Mabel (o la<br />
doble de Mabel) pedaleaba laboriosamente, distraídamente, una bicicleta, y<br />
Marion, sacudiéndose el pelo a causa de las moscas, estaba sentada detrás, con<br />
las piernas muy abiertas. Y así, lentamente, absortas, se mezclaron con la luz y<br />
la sombra. ¡Lolita! La solución natural era eliminar a la señora Humbert. Pero<br />
¿cómo?<br />
Ningún hombre logra jamás el crimen perfecto; el azar, sin embargo,<br />
puede lograrlo. Recordemos la famosa liquidación de cierta madame Lacour, en<br />
Arles, al sur de Francia, a fines del siglo pasado. Un hombre desconocido, con<br />
barba, que según se pensó después había sido un amante secreto de la dama, se<br />
dirigió a ella en una calle atestada de gente, poco después de su casamiento con<br />
el coronel Lacour, y le dio tres puñaladas mortales en la espalda, mientras el<br />
coronel, una especie de pequeño bull-dog, se colgaba del brazo del asesino. Por<br />
una coincidencia milagrosa, en el instante mismo en que el asesino se libraba de<br />
las mandíbulas del enfurecido espeso (mientras varios curiosos cerraban círculo<br />
en torno al grupo), un italiano medio chiflado que vivía en la casa más cercana<br />
del lugar donde se desarrollaba la escena hizo estallar por un curioso accidente<br />
cierta clase de explosivo en el cual trabajaba y en seguida la calle se convirtió en<br />
un alboroto de humo, ladrillos que volaban y gente que disparaba. La explosión<br />
no hirió a nadie (aunque puso fuera de combate al coronel Lacour); pero el<br />
vengativo amante de la dama huyó entre la multitud, y vivió feliz y contento.<br />
Pero observen ustedes qué ocurre cuando el autor del hecho planea una<br />
impunidad perfecta.<br />
Regresé al lago. El lugar donde nosotros y otras parejas «simpáticas» (los<br />
Farlow, los Chatfield) nos bañábamos era una especie de pequeña ensenada; mi<br />
Charlotte lo prefería porque era casi «una especie de playa privada». La parte<br />
más frecuentada del lago estaba a la izquierda y no podía verse desde nuestra<br />
ensenada. A la derecha, los pinos pronto cedían lugar a una curva de pantanos<br />
que de nuevo se convertía en bosque, al lado opuesto.<br />
Me senté junto a mi mujer tan silenciosamente que se sobresaltó.<br />
—¿Nos bañamos? –dijo.<br />
—Dentro de un minuto. Déjame seguir pensando una cosa...<br />
Pensé. Pasó más de un minuto.<br />
—Bueno. Ahora, vamos.<br />
—¿Figuraba yo en esos pensamientos?<br />
—Sí, desde luego.<br />
—Ojalá que sea así... –dijo Charlotte, entrando en el agua, que puso piel<br />
de gallina en sus pesados muslos.<br />
Entonces, juntando las manos extendidas, apretando la boca y<br />
componiendo una expresión muy poco agraciada bajo su gorra de baño negra,<br />
Charlotte se zambulló entre grandes salpicaduras.<br />
Ambos nadábamos lentamente en el trémulo resplandor del lago. En la<br />
orilla opuesta, a unos mil pasos (si es que puede uno caminar sobre el agua),<br />
pude distinguir las siluetas minúsculas de dos hombres que trabajaban como<br />
castores en la playa. Sabía exactamente quiénes eran: un policía retirado de<br />
origen polaco y el plomero retirado que poseía casi toda la madera a esa orilla