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estaba dispuesto a desembolsar, consintió en ponerme en contacto con una<br />

persona qui pourrait arranger la chose. Al día siguiente, una mujer asmática,<br />

groseramente pintada, gárrula, con olor a ajo, un acento provenzal casi burlesco<br />

y bigote negro sobre los labios rojos, me llevó hasta el que parecía su propio<br />

domicilio. Allí, después de juntar las puntas de sus dedos gordos y besárselas<br />

para significar que su mercancía era un pimpollo delicioso, corrió teatralmente<br />

una cortina, descubriendo lo que consideré como la parte del cuarto donde solía<br />

dormir una familia numerosa y desaprensiva. En ese momento, sólo había allí<br />

una muchacha de por lo menos quince años, monstruosamente gorda, cetrina,<br />

de repulsiva fealdad, con trenzas espesas y lazos rojos, sentada en una silla<br />

mientras mecía ficticiamente una muñeca calva. Cuando sacudí la cabeza y traté<br />

de huir de la trampa, la mujer, hablando a todo trapo, empezó a levantar la<br />

sucia camisa de lana sobre el joven torso de giganta. Después, viéndome<br />

resuelto a marcharme, me pidió son argent. Entonces se abrió una puerta en el<br />

extremo del cuarto y dos hombres que habían estado comiendo en la cocina se<br />

sumaron a la gresca. Eran deformes, con los pescuezos al aire, morenos, y uno<br />

de ellos usaba anteojos negros. A sus espaldas espiaban un muchachuelo y un<br />

niño que andaban de puntillas, con las piernas torcidas y embarradas. Con la<br />

lógica insolente de las pesadillas, la enfurecida alcahueta señaló al de los<br />

anteojos negros y dijo que había estado en la policía, lui, de modo que me<br />

convenía hacer lo que se me había dicho. Me dirigí hacia Marie –ése era su<br />

nombre estelar–, que por entonces había trasladado tranquilamente sus pesadas<br />

ancas hasta un banquillo frente a la mesa de la cocina para seguir con la sopa<br />

interrumpida, mientras el niño de puntillas recogía la muñeca. Con una oleada de<br />

piedad que dramatizó mi ademán idiota, deslicé un billete en su mano<br />

indiferente. Ella transfirió mi dádiva al exdetective, mientras se me permitía<br />

retirarme.<br />

7<br />

Ignoro si el álbum de la alcahueta fue o no otro eslabón en la guirnalda de<br />

margaritas; lo cierto es que poco después, por mi propia seguridad, resolví<br />

casarme. Se me ocurrió que horarios regulares, alimentos caseros, todas las<br />

convenciones del matrimonio, la rutina profiláctica de las actividades de<br />

dormitorio y, acaso, el probable florecimiento de ciertos valores morales podían<br />

ayudarme, si no para purgarme de mis degradantes y peligrosos deseos, por lo<br />

menos para mantenerlos bajo mi dominio. Algún dinero recibido después de la<br />

muerte de mi padre (no demasiado: el Mirana se había vendido mucho antes),<br />

sumado a mi postura atractiva, aunque algo brutal, me permitió iniciar la busca<br />

con ecuanimidad. Después de considerables deliberaciones, mi elección recayó<br />

sobre la hija de un doctor polaco: el buen hombre me trataba sucesivamente por<br />

mis vahídos y mi taquicardia. Jugábamos al ajedrez: su hija me miraba detrás de<br />

su caballete de pintura, e introducía ojos y articulaciones –tomadas de mí– en los<br />

trastos cubistas que por entonces pintaban las señoritas cultas, en vez de lilas y<br />

corderillos. Permítaseme repetirlo con serena firmeza: yo era, y aún soy, a pesar<br />

de mes malheurs, un varón excepcionalmente apuesto; de movimientos lentos,<br />

alto, con suave pelo negro y aire melancólico, pero tanto más seductor. La<br />

virilidad excepcional suele reflejar, en los rasgos visibles del sujeto, algo sombrío<br />

y congestionado que pertenece a lo que debe ocultar. Y ése era mi caso. Muy<br />

bien sabía yo, ay, que podía obtener a cualquier hembra adulta que se me<br />

antojara castañeteando los dedos; en verdad, ya era todo un hábito mío el no<br />

mostrarme demasiado atento con las mujeres, a menos que se precipitaran, con

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