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tachonado de chispas con las aterciopeladas nubes henchidas de truenos.<br />
Las nubes estallaron. En el verano de 1939 mon oncle d'Amérique murió<br />
legándome una renta anual de unos pocos miles de dólares a condición de que<br />
me fuera a vivir a los Estados Unidos y demostrara ciertos interés por sus<br />
asuntos. La perspectiva encontró en mí la mejor de las bienvenidas. Sentí que mi<br />
vida necesitaba una sacudida. Además, había otra cosa: en la felpa de la<br />
comodidad matrimonial aparecían agujeros de polillas... En las últimas semanas,<br />
había advertido que mi gorda Valeria no era ya la misma: había adquirido un<br />
extraño desasosiego y a veces hasta mostraba cierta irritación muy poco afín con<br />
el carácter que se suponía encarnado con ella. Cuando le informé que estábamos<br />
a punto de embarcarnos para Nueva York, pareció perpleja, angustiada. Hubo<br />
algunas tediosas dificultades con sus documentos. Tenía un pasaporte que, por<br />
algún motivo, su participación de la sólida nacionalidad suiza de su marido no<br />
podía superar; resolví que la necesidad de hacer colas en la préfecture y otras<br />
formalidades era lo que le había vuelto tan inquieta, a pesar de mis pacientes<br />
descripciones de Norteamérica como el país de los niños rosados y los grandes<br />
árboles, donde la vida era tanto mejor que en el insulso y turbio París.<br />
Una mañana, salíamos de cierta oficina con sus papeles casi en orden,<br />
cuando Valeria, que iba zarandeándose a mi lado, empezó a sacudir<br />
vigorosamente su cabeza lanuda sin decir una sola palabra. Callé durante un<br />
instante y al fin le pregunté si le pasaba algo. Me respondió (traduzco de su<br />
francés, que a su vez sería, según imagino, la traducción de una trivialidad<br />
eslava): «Hay otro hombre en mi vida».<br />
En verdad, ésas son palabras feas para los oídos de un marido. Confieso<br />
que me ofuscaron. Golpearla allí mismo, en la calle, como habría hecho un<br />
hombre honrado del común, no era cosa factible. Años de oculto sufrimiento me<br />
habían enseñado un autocontrol sobrehumano. La hice subir, pues, a un taxi que<br />
se había deslizado de manera invitadora a lo largo de la acera durante algún<br />
tiempo, y en esa relativa intimidad sugerí que aclarara su tremenda revelación.<br />
Una furia creciente me sofocaba, no porque sintiera un afecto especial hacia esa<br />
figura ridícula, madame Humbert, sino porque los problemas de uniones legales<br />
e ilegales, sólo podían resolverse por sí mismos, y ahí estaba ella, Valeria, una<br />
esposa de comedia, preparándose a disponer de mi comodidad y mi destino. Le<br />
pregunté el nombre de su amante. Repetí mi pregunta; pero ella se empeñó en<br />
un grotesco balbuceo, discurriendo sobre su infelicidad conmigo y anunciando<br />
planes para un divorcio inmediato: «Mais, qui est-ce», grité al fin, golpeándole la<br />
rodilla con el puño. Ella, sin pestañear, fijó en mí sus ojos como si la respuesta<br />
hubiera sido demasiado simple para las palabras, después se encogió<br />
ligeramente de hombros y señaló la espesa nuca del conductor del taxi, que se<br />
detuvo en un pequeño café y se presentó. No recuerdo su ridículo nombre, pero<br />
después de todos esos años aún puedo verlo con toda nitidez: un fornido ruso<br />
blanco, ex coronel, de bigote espeso y corte de pelo a la prusiana. Había miles de<br />
ellos trabajando en ese oficio de necios por todo París. Nos sentamos a una<br />
mesa. El zarista pidió vino y Valeria, después de aplicarse una servilleta mojada<br />
sobre la rodilla, siguió hablando... en mí, más que a mí. Vertía palabras en este<br />
digno receptáculo con volubilidad que nunca había sospechado en ella. De<br />
cuando en cuando, dirigía una descarga eslava hacia su insólito amante. La<br />
situación era absurda y lo fue aún más cuando el coronel-taximetrista,<br />
deteniendo a Valeria con una sonrisa posesiva, empezó a desarrollar sus<br />
opiniones y proyectos. Con un acento atroz en su cuidadoso francés, esbozó el<br />
mundo de amor y trabajo en el cual se proponía entrar tomado de la mano de su<br />
mujer-niña, Valeria. Valeria, mientras tanto, había empezado a arreglarse,