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definitivam<strong>en</strong>te lo salvó un pequeño radio que se robó de una celda<br />
vecina.<br />
Definitivam<strong>en</strong>te los home runs de Pete Rose y los puños de<br />
Alí, de Foreman y Frazer lo salvaron de aquello. Todas <strong>las</strong> noches<br />
después de que su madre le contaba algún cu<strong>en</strong>to, siempre el mismo<br />
maldito cu<strong>en</strong>to, ese que decía que el paletero Danny se había ido al<br />
África a v<strong>en</strong>derle paletas de vainilla para la pandilla y paleta de melón<br />
para el león, Max se quedaba escuchando <strong>las</strong> peleas de boxeo. Pero no<br />
t<strong>en</strong>ía con qui<strong>en</strong> hablar de Foreman porque su madre y <strong>las</strong> otras<br />
reclusas siempre estaban parloteando de corpiños, de ligueros, de la<br />
puntada francesa, de <strong>las</strong> agujas.<br />
Con el tiempo Max se fue ganando la confianza de los<br />
guardias. Fue así como poco a poco conoció los otros patios de la<br />
prisión. Con el guardia Monroe por lo m<strong>en</strong>os podía hablar de boxeo y<br />
de los deportes. Fue Monroe el que lo llevó a la celda número 90<br />
donde estaba Gary. Gary Gilmour, cond<strong>en</strong>ado a la silla eléctrica. Gary<br />
t<strong>en</strong>ía unos ojos azules profundos. Era huérfano y <strong>en</strong> su juv<strong>en</strong>tud había<br />
cantado <strong>en</strong> el metro para no morirse de hambre.<br />
Gary olía a limpio y su camisa azul número 676869 le quedaba<br />
algo grande. Gary t<strong>en</strong>ía una expresión extraña <strong>en</strong> la mirada. En efecto<br />
Gary era un poco tigre, un poco paloma, un poco pato salvaje. Gary<br />
t<strong>en</strong>ía la lógica de <strong>las</strong> aves. O de <strong>las</strong> hormigas. Era sil<strong>en</strong>cioso. Pasaba<br />
los días metido <strong>en</strong> aquel<strong>las</strong> rejas a través del humo azul del cigarrillo,<br />
a través de una canción. A través del olor de <strong>las</strong> galletas y el café.<br />
Caminaba de pared a pared como los gorriones. Despacio. En sil<strong>en</strong>cio.<br />
Y tal vez p<strong>en</strong>saba <strong>en</strong> el olor a pan de los días. En ese olor que llegaba<br />
hasta su puta celda. En ese olor que se le iba por <strong>en</strong>tre los ojos, por<br />
debajo de sus sil<strong>en</strong>cios, por debajo del olor de sus calzoncillos.<br />
Mierda. El olor de los días y Gary detrás de unas rejas. Gary<br />
extrañaba el olor de <strong>las</strong> calles, de esas calles ll<strong>en</strong>as de luces, ruidos,<br />
buses y mujeres. Mierda. En la prisión sólo olía a desinfectante. El<br />
olor del mundo estaba del otro lado. Del otro lado estaban esos<br />
pequeños olorcitos que conformaban los días. El olor de unas babitas<br />
dormidas, el olor de <strong>las</strong> rubias, ese perfume animal, el olor de los<br />
buses ll<strong>en</strong>os de rostros fugaces, el olor de <strong>las</strong> teticas, ese olor parecido<br />
a la felicidad, el olor del licor, de la tarde, de los árboles, <strong>en</strong> fin, esos<br />
olores que v<strong>en</strong>ían de los bares, de los techos, de <strong>las</strong> v<strong>en</strong>tanas, de la<br />
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