fragancia de yerbabuena entre la niebla alta

FÉLIX SERVIO DUCOUDRAY
Mientras Marcano cazaba insectos con la red, el
profesor Julio Cicero andaba agachado por el suelo
recogiendo las conchas de los caracoles.
Uno de ellos, aunque dudosamente, le pareció
de río. ¿Pero cómo allí? Siguió andando y buscando,
y al rato pudo saber que no: lo encontró —único
que apareció vivo en el contorno— encaramado
en un yaso (Harrisia divaricata), comiendo la fruta
de ese cactus, por donde ya aminoraba el asedio
de la sal, fuera del cementerio de cambrones.
Ahora aclaremos: la muerte masiva de caracoles
arborícolas no sobreviene por hambre. Es cierto
que han perdido el sustento; pero la deshidratación
es en la muerte más veloz que el hambre.
No le da tiempo a su demorado agotamiento.
Los mata, resecándolos, la cálida brisa del salado,
o el solazo calcinante, cuando los caracoles quedan
expuestos a los rayos y soplos mortales por
faltarles todo resguardo de sombra y de frescor.
En esa parte ni una gota de humedad vuela en el
aire. Mueren resecos. Evaporados los jugos de la
vida. Y entonces caen al suelo, donde los encontramos
esa tarde.
Moluscos gasterópodos arborícolas. Eso eran.
Y se identificaron tres géneros distintos: Polydontes
(concha de gran tamaño); Chondropoma (que aún
estando bastante calcinados dejaban ver las líneas
interrumpidas y de color castaño, características
del género) y Catinella.
Marcano apuntó respecto de este último:
—A reserva de que una averiguación más detallada
diga otra cosa, esta es la primera vez que un
caracol del género Catinella se encuentra, que yo sepa,
en la región suroeste del país.
«Nueva cita», pues, como dicen algunos científicos
que no cuidan la propiedad del idioma.
212
A la semana siguiente, en el segundo viaje de
exploración del salado, apareció el inesperado
manglar entre los lodazales salinos del oeste, cuando
seguíamos las huellas de los camiones carboneros
que llegaban hasta lo que pareció recodo de un
arroyo y sólo era agua estancada, inmóvil, retenida
en un lecho serpeante cavado por la escorrentía
de un aguacero.
Mediaba la tarde, pero, el sol caía entero despiadadamente.
Cada quien, como es lógico, se metió
por el asombro —con sombra— del manglar. Marcano
con las redes, yo con la cámara fotográfica. Y
allí se encontraron los mismos tres géneros de caracoles
arborícolas que estaban en el cementerio de
cambrones, pero vivos esta vez.
Gran cantidad de ellos se alimentaba en los cambrones,
mangles y barrillas.
Sólo uno —y de género distinto— se recogió allí
muerto, entre los cambrones que crecían junto al
manglar: el Ligus virgeneus.
Caracoles se recogieron también por Duvergé, en
la orilla del lago Enriquillo; pero eran otros: Mytilopsia
domingensis, Batillaria minima y Anomalocardia
auberiana. Cada quien en su sitio, pues; en su hábitat.
La naturaleza cumple la consabida norma del
orden hogareño: un lugar para cada cosa, y cada
cosa en su lugar.
Y la cumple porque en ella la violación suele
costar la vida. Sin detenerse a mirar culpas o intenciones.
Su ley es dura.
Para vivir, el caracol arborícola, por muy gasterópodo
que sea, debe subir a una planta jugosa,
llena de savia, donde la sombra le cobije la mesa
ya tendida. ¿Que le secaron la planta y con ella la
sombra y la comida, y que él no tuvo culpa puesto
que la desgracia le sobrevino por maldad de la sal?