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Pdf Nº8 (0) - Ánima Barda

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silencio tras aquel sonido desesperado. Joanne<br />

aguantó el aliento y tras unos segundos, o<br />

minutos, de absoluta calma, volvieron a oírse<br />

gemidos, más guturales, mucho más intensos.<br />

Joanne se sorprendió queriendo estar en<br />

esa habitación con el conde Richfire, le daban<br />

igual los gritos y los aullidos, los gemidos respondían<br />

a la pasión; y aunque tan sólo pensarlo<br />

era una inmoralidad para una señorita<br />

como ella, el deseo flagrante que permanecía<br />

dormido se despertó, devolviéndola diligente<br />

a su dormitorio, a su cama, con sus pensamientos,<br />

con sus dudas y sus anhelos.<br />

II<br />

A la hora del té las nubes ocupaban todo el<br />

cielo a placer, pero no llovía. Aún. Joanne estaba<br />

apoyada en una ventana, con un libro en<br />

las manos. Hacía rato que había acabado las<br />

lecciones que la competían: se encargaba de<br />

instruir a las sobrinas del conde Richfire. El<br />

hermano del señor acostumbraba a emprender<br />

largos viajes, en los cuales le acompañaba<br />

su mujer. Ahora estaban en la India. A<br />

Joanne le parecía una irresponsabilidad ver<br />

a sus hijas un mes al año, a lo sumo. Pero<br />

obviamente, no le correspondía a ella juzgar<br />

las costumbres de quienes le ponían la comida<br />

en el plato. Las niñas resultaron ser muy<br />

listas y curiosas. Ángela era la más inquieta,<br />

Sophie, la pequeña, era más tranquila y seguía<br />

los pasos de su hermana mayor siempre<br />

que ésta la dejaba.<br />

Ahora, Joanne gozaba de unos minutos<br />

de tranquilidad, que ocupaba en leer junto<br />

al ventanal, su lugar favorito de esa gran<br />

casa. Mientras contemplaba el ajetreo de la<br />

ciudad, de los coches de caballos y de la gente<br />

que iba y venía, ella se proyectaba a otro<br />

universo, las letras la poseían, dominándola,<br />

dejando sólo su cuerpo como muestra de que<br />

su corazón aún latía. Porque su mente ya estaba<br />

lejos, muy lejos. Y más hoy. Los recuerdos<br />

de la noche anterior la atormentaban.<br />

Se sentía culpable por querer eso para ella.<br />

Por otro lado, su curiosidad no hacía más que<br />

crecer. Las dudas la embargaban, dejando el<br />

LA MANSIÓN RICHFIRE<br />

<strong>Ánima</strong> <strong>Barda</strong> - Pulp Magazine<br />

libro delicadamente sobre sus rodillas, entreabierto,<br />

sin tiempo ni ganas para dedicarle la<br />

atención que merecía.<br />

—Señorita Ellis, parece ensimismada,<br />

¿qué está pensando la cabecita que tiene sobre<br />

esos hermosos hombros? —Joanne se sobresaltó,<br />

no le había oído acercarse.<br />

Instintivamente se cubrió con el chal los<br />

hombros y le miró extrañada. Había sentido<br />

una extraña afinidad hacia él, pero se podían<br />

contar con los dedos de una mano las veces<br />

que habían mantenido una conversación. Si<br />

es que se podían llamar conversaciones a eso.<br />

—Señor Richfire, me ha asustado.<br />

—Lo lamento, parecía tan lejos de aquí,<br />

me daba pena importunarla. Pero su mirada<br />

era… ¿Está turbada por algo, señorita Ellis?<br />

—Los ojos del Conde eran penetrantes, la estaba<br />

leyendo, ella lo sabía.<br />

—No encuentro el motivo por el que le pueda<br />

interesar mi turbación, señor.<br />

—¡Oh! Por supuesto que me interesa, sabe<br />

que busco el bienestar de todos mis empleados,<br />

y en particular de usted. ¿Hay algo que<br />

pueda hacer para aliviarla?<br />

La imagen de la puerta se le vino a la cabeza<br />

de golpe. El Conde sonrió de medio lado<br />

y ella agachó la cabeza avergonzada. Es imposible<br />

que supiera lo que estaba pensando.<br />

Es imposible que existiera una mínima posibilidad<br />

de que tuviera conocimiento de lo que<br />

hacia ella por las noches mientras él…<br />

—Se lo agradezco, señor. —Intentó recuperar<br />

la compostura—. Sólo estaba con mis<br />

pensamientos, no me ocurre nada. Le agradezco<br />

su preocupación. —Sonrió afablemente,<br />

lo mejor que supo.<br />

Ese hombre le ponía la piel de gallina y a<br />

la vez hacía que el corazón marcara un ritmo<br />

desorbitado. Tenía un frondoso pelo rubio,<br />

su mandíbula irradiaba masculinidad y<br />

sus ojos… Eran pozos azules, impenetrables,<br />

inescrutables, intimidadores. Se quito el chal,<br />

dejando al descubierto de nuevo sus blancos<br />

hombros, tenía demasiado calor y el corsé no<br />

la dejaba respirar con comodidad.<br />

—No me tiene que agradecer nada. —Se<br />

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